Análisis:EXTRA TEATRO EMERGENTE | Análisis

Un viaje del papel a las tablas

En el ya lejano 1988, un crítico literario del diario parisiense Libération escribió en su columna que mi novela Amado monstruo (que había aparecido poco antes en Francia) podía ser adaptada al escenario sin demasiados problemas. Tuve la suerte de que leyese aquella crítica Jacques Nichet, uno de los más importantes hombres de teatro de Francia, a la sazón director del Centre Dramatique Languedoc-Roussillon, y así empezó todo: Nichet quiso leer sin demora la admirable traducción que había hecho de la novela Denise Laroutis, pensó que el crítico de Libération tenía razón y ...

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En el ya lejano 1988, un crítico literario del diario parisiense Libération escribió en su columna que mi novela Amado monstruo (que había aparecido poco antes en Francia) podía ser adaptada al escenario sin demasiados problemas. Tuve la suerte de que leyese aquella crítica Jacques Nichet, uno de los más importantes hombres de teatro de Francia, a la sazón director del Centre Dramatique Languedoc-Roussillon, y así empezó todo: Nichet quiso leer sin demora la admirable traducción que había hecho de la novela Denise Laroutis, pensó que el crítico de Libération tenía razón y no se anduvo por las ramas. Solicitó la correspondiente autorización a Anagrama, mi editorial española, para adaptar la novela al teatro, Jorge Herralde le concedió el permiso sin ningún tipo de problema, y los franceses contrataron dos actores geniales, Charles Berling y Jean Marc Bory. En las tareas de adaptación, Nichet contó también con la inestimable colaboración de Jean Jacques Preau, que conocía a fondo la cultura de nuestro país, y los ensayos se iniciaron en Montpellier, sede del centro dramático, a poco más de trescientos kilómetros de Barcelona.

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Muchos fines de semana, Jean Jacques Preau viajaba a Barcelona para mostrarme lo que estaban haciendo en Montpellier, los cambios introducidos, las precisiones aconsejadas por la relojería teatral, el deslizamiento del centro de gravedad de la novela que imponían las leyes escénicas, etcétera. No cambiaban nada sin advertirme previamente.

"Pues muy bien", le decía yo, encogiéndome de hombros, "haced lo que consideréis oportuno". Y con ese encogerme de hombros evidenciaba no sólo mi incultura teatral, sino también el divorcio que en este país ha existido siempre entre la narrativa y el teatro, es decir, entre la literatura que se escribe para ser leída en silencio y la que se escribe para ser leída en voz alta, para ser actuada.

Res inter alios acta, pensaba también, parafraseando al buen obispo Torres y Bages, cuando hablaba en Barcelona de las cosas que se hacían en Madrid.

Dicho con otras palabras: en aquel tiempo no creía ni poco ni mucho en la eficacia de aquella aventura teatral y, desde luego, no sospechaba que el futuro estreno de Monstre aimé en el prestigioso Théâtre National de la Colline, en París (1989), iba a establecer un antes y un después en mi carrera literaria.

Cuando asistí en Montpellier al ensayo final se me cayó por fin la venda de los ojos y comprendí que el equipo francés había hecho una lectura inteligentísima de la novela. Fue realmente emocionante ver a mis criaturas de ficción, es decir, a los dos protagonistas de la novela, convertidos en dos personajes de carne y hueso que tosían al fumar y que, al moverse, hacían crujir el entarimado del escenario. El texto que habían memorizado aquellos dos extraordinarios actores era, sin duda, el mismo texto que yo había escrito, pero al mismo tiempo era también distinto, así que fue entonces cuando comprendí por fin que teatro y narrativa tienen sus propios parámetros, y que, de hecho, la palabra que se escribe para ser leída en silencio no coincide con esa misma palabra cuando se escribe para ser dicha ante el público, para ser recitada, para ser actuada...

Después del exitoso estreno de Monstre aimé en París -la obra continuó luego representándose en los mejores teatros franceses y suizos- llegó el estreno español de Amado monstruo (1989), con las interpretaciones magistrales José María Pou y Vicente Díez. El éxito fue realmente extraordinario, y lo digo sin la menor pretensión porque considero que en el polinomio teatral -compuesto por directores, actores, adaptadores, decorados, iluminación, etcétera- no siempre es el texto lo que más contribuye al éxito final de la obra. Se hicieron después nuevas adaptaciones de Amado monstruo en otros países: Alemania, Italia, Hungría, Suiza, Suecia, Dinamarca. Portugal, Canadá, etcétera. En Alemania, por ejemplo, Mütter und Söhne, traducción alemana de Amado monstruo (que firmó la recientemente desaparecida Elke Wher), se representó en la mítica Schaubühne de Berlín, y la pieza fue seleccionada en 1990 por el festival de teatro de aquella ciudad como uno de los mejores montajes, junto con The Black Rider, de un tal Robert Wilson...

Hubo luego -tanto en España como en el extranjero- nuevas adaptaciones teatrales de otras novelas mías: El cazador de leones, El castillo de la carta cifrada, El gallitigre, Historias mínimas, Los misterios de la ópera, Diálogo en re mayor, etcétera, y siempre tuve suerte, porque las adaptaciones fueron excelentes, los directores talentosos, los teatros importantes y los actores de primerísima fila. Por lo se refiere concretamente a los actores habrá que señalar que cada uno de ellos, a pesar de coincidir en el mismo personaje, puso en la interpretación su impronta personal. En Francia, por ejemplo, el Armando Duvalier de El cazador de leones fue encarnado por Charles Berling, considerado hoy uno de los mejores actores franceses y que no tuvo el menor inconveniente en mostrarse ante los espectadores con toda su ingenuidad y dulzura. Entre nosotros, sin embargo, el mismo personaje fue magistralmente interpretado por José María Pou, quien, diciendo las mismas palabras que utilizó el Duvalier francés en Le Petit Montparnasse, nos ofreció un personaje mucho más fuerte, con un punto incluso de agresividad. Podría decir también que el imponente Duvalier español, sentado en un enorme sillón de terciopelo rojo y envuelto en un inmaculado pijama de seda blanca, protestaba airadamente de su soledad y hasta cierto punto imponía sus condiciones a su misteriosa interlocutora telefónica. El Duvalier francés, por el contrario, en paños menores, zapatos y calcetines, se limitaba a exponer amargamente su desamparo, a mostrar todas sus limitaciones y servidumbres, y a provocar ese instinto de protección o tal vez de maternidad que muchas féminas sienten ante los hombres desvalidos y solitarios.

Lo mismo podría decir de los demás Armando Duvalier o incluso de otras de mis criaturas interpretadas por actores de diferentes nacionalidades. Los personajes nunca coinciden completamente. Nada que ver, tampoco, el untuoso y elegantísimo marqués de El castillo de la carta cifrada, que el francés Roland Bertin interpretó en la Comédie, con el atormentado marqués que el alemán Dirk Bach ofreció en el Kolner Schauspielhaus de Colonia. Ni tampoco el feroz violinista de Diálogo en re mayor, que Eusebio Poncela, dirigido por Ariel García Valdés, representó en el Olimpia de Madrid, coincidió enteramente con el maquiavélico personaje que Lluís Homar, dirigido también por Ariel, encarnó en el teatro Romea de Barcelona.

"No hay duda", me he dicho alguna vez, a la vista de esas experiencias, "son los autores quienes cortan la tela del globo, pero son los actores quienes luego hinchan el globo con el fluido de su sensibilidad y talento".

Fue pues así, casi sin comerlo ni beberlo, como poco a poco fui convirtiéndome en uno de los narradores españoles más adaptados al teatro y más representados fuera de España.

Algunas veces, medio en serio, medio en broma, pienso que fue la varita mágica del teatro lo que convirtió la calabaza de mis novelas (sea dicho con todo el respeto que me merecen esas soberbias cucurbitáceas) en una carroza resplandeciente, y ello no por la originalidad de mis argumentos, o por la belleza o profundidad de mis textos, sino por una serie de circunstancias de tipo estilístico y, sobre todo, por la sensibilidad e inteligencia de una serie de entusiastas hombres de teatro que intervinieron en las adaptaciones.

¿Cómo es posible, sin embargo, que un novelista -es decir, un escritor que compone historias para ser leídas- vea luego la mayoría de sus novelas llevadas a la escena? Un prestigioso crítico teatral de Madrid, López Sancho, inventó un adverbio, "dramaticidad", y se refirió luego al elevado índice de dramaticidad que puede encontrarse en mis historias.

¿En qué consiste, sin embargo, esa dramaticidad? ¿Qué es lo que convierte mis novelas en teatrales? ¿Tal vez el factor temporalidad y una estructura textual discursiva, que muestra un carácter concentrado, limitado al desarrollo intensivo de una anécdota, ocurrida a uno o dos personajes, en un espacio físico muy limitado y con casi idéntica modalidad de discurso?

Es una pena, pero dar respuesta a todas esas preguntas nos llevaría mucho más allá del espacio que nos han concedido, así que es mejor terminar aquí y nos evitaremos, de paso, el riesgo de hacernos un lío y acabar escribiendo alguna tontería, como en este país suelen hacer ciertos personajes cuando se ven obligados a rellenar más de cuatro folios. -

El actor José María Pou, en un montaje de El cazador de leones, de Javier Tomeo, en 1993.

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