Tribuna:

Barcelona y la gestión de la riqueza

Barcelona tiene un alma que especula. Hoy como ayer, en cuanto puede, una cierta Barcelona se lanza a la inversión lesiva. Fue leyenda que la falta de control democrático, en tiempos del franquismo, dejaba el mercado galopando libre hacia sus fines y, en efecto, en los sesenta y los setenta, el mercado se abrazó a la construcción: los poderosos hacían polígonos de viviendas para la atribulada inmigración, ciertas constructoras arrasaban palacetes modernistas en las esquinas y los particulares vendían las torres con jardín de Sant Gervasi para levantar pisos en calles de agónica estrechez. Cada...

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Barcelona tiene un alma que especula. Hoy como ayer, en cuanto puede, una cierta Barcelona se lanza a la inversión lesiva. Fue leyenda que la falta de control democrático, en tiempos del franquismo, dejaba el mercado galopando libre hacia sus fines y, en efecto, en los sesenta y los setenta, el mercado se abrazó a la construcción: los poderosos hacían polígonos de viviendas para la atribulada inmigración, ciertas constructoras arrasaban palacetes modernistas en las esquinas y los particulares vendían las torres con jardín de Sant Gervasi para levantar pisos en calles de agónica estrechez. Cada uno en su nivel, se hacía dinero con el pam quadrat, como se decía, y la ciudad se lamentaba del desaguisado estético, pero no lo acababa de encontrar mal. Al fin y al cabo, pensaban, las ciudades tienen que crecer.

El barcelonés se siente incómodo en la vorágine de explotación de sí misma que hace Barcelona

Hace poco, el suplemento de tendencias de The New York Times determinó que el Born es uno de los barrios trendy del mundo, este tipo de halagos que el Ayuntamiento de Barcelona encuentra idóneos para vender la ciudad a su clientela de alto standing, ejecutivos y grandes inversores. El Born como sinónimo de lujo, estilo y esa delicada frivolidad de quien tiene tiempo que perder. Pues yo creo que el Born es un fracaso. He leído cartas desesperadas de gente que ya no reconoce el barrio como suyo, que no encuentra comercio útil, que se siente acechada por los inversores que buscan espacios para encajar apartamentos de alquiler por día. Ésa es el alma especuladora: la que huele negocio así que algo funciona y se lanza a explotarlo mientras dure, con altísimas rentas gravitando sobre cada espacio, rentas que obligan a buscar rendimientos desmesurados, sea en la tienda -que después incluso el turista desestima-, sea en el pobre diablo que alquila por día o de por vida.

Si no se hubiera hecho la reforma de Ciutat Vella, el Raval sería un polvorín, y el Born, un infierno. Pero la reforma no se hizo para el lujo ni para entregarla como botín a los turistas: se hizo para la dignidad de los vecinos que habían aguantado la cochambre. Hay ciudades, como Berlín, donde el dinero está estancado y los barrios emergentes son creatividad y juventud, barrios civilizados y humanos, con la gente de siempre y la incursión renovadora de los recién llegados, y los observadores hablan de cultura y no de lujo. Y existe también una lógica diferente, la de Manhattan, donde un barrio se pone de moda y en dos días lo coloniza el lujo y suben los alquileres y cierran los locales que eran pura vida cotidiana, y los comentaristas aplauden incluso el desplazamiento social que se produce de forma inevitable y cruel. Barcelona, que quiere y no quiere este modelo, instala oficinas anti-mobbing en sus puntos calientes, oficinas que durante años sólo daban consejo a los abuelos desconcertados, hasta que alguien pensó en conectarlas con la fiscalía para intentar hacerlas, ahora sí, eficaces.

Gestionar la riqueza es la clave de la inteligencia de una ciudad. Se equivoca Xavier Trias cuando dice, con ánimo de alternativa, que si gobierna hará "la ciudad de los servicios". Barcelona tiene todos los servicios que caben en el presupuesto y la inversión crece cada año. No es por aquí por donde falla la sensibilidad municipal. La sensibilidad municipal falla cuando insiste en inyectar lujo para redimir barrios deprimidos. No es lo mismo poner una facultad o la Filmoteca en el corazón del Raval que poner un hotel de lujo que rompe la textura y la dinámica que el barrio se ha dado a sí mismo. ¡O ponerlo delante del Palau de la Música! El turismo no tiene la culpa: hay muchas ciudades que resisten incólumes el embate de esta tropa errática. Barcelona no: a Barcelona el turismo la muerde, la transforma. Miren simplemente el comercio: La Rambla ya no tiene destinatario autóctono y ¿no está siendo éste también el destino del paseo de Gràcia?

Yo no sé si el Ayuntamiento tiene mecanismos para controlar este mercado depredador. Ni siquiera sé si los busca, y sería tranquilizador saber que sí, que piensa en ello. Barcelona tiene esa alma especuladora, está en el carácter catalán sacar dinero de las piedras, pero también tiene un alma ciudadana que reclama respeto y dignidad. Una ciudad no es la cuenta de resultados de nadie. Una ciudad es siempre un equilibrio, y es en la determinación del punto medio entre beneficio y protección, entre diversión y descanso, entre frivolidad y conocimiento, entre fuerte y débil, entre modernidad y memoria... donde se ve la inteligencia y la sensibilidad de una ciudad.

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El barcelonés medio se siente acechado, o como mínimo incómodo, en la vorágine de explotación de sí misma que hace Barcelona. Y por esa incomodidad, por primera vez el anuncio triunfalista de Visc/a a Barcelona ha caído tan mal. No porque sea inútil y frívolo, que en eso no es ni el primero ni el último, sino porque el Ayuntamiento nos está vendiendo, a nosotros, ciudadanos, la misma ciudad que vende a los turistas: alegre, feliz, sin problemas ni realidad. Y eso nos ha sonado a burla.

Patricia Gabancho es escritora.

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