Columna

Ya veremos 'si podemos'

¿Está preparado el pueblo de Estados Unidos para elevar a un negro a la presidencia?

Las cartas ya están sobre la mesa. El afroamericano Barack Obama, demócrata, frente al anglosajón John McCain, republicano, con la Casa Blanca como premio. Sin consolación. Y no se recuerda cuándo fue la última vez que el Partido Demócrata se presentó a la cita de noviembre con tanta ventaja teórica sobre el eterno rival, lo que han de agradecer a Bush II, el gran artífice de la debacle. Una presidencia de dos mandatos, que será difícil no recordar como una de las más catastróficas de la historia, ha dejado a la opinión pública norteamericana ahíta de partido, voraz de cambio, pedigüeña...

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Las cartas ya están sobre la mesa. El afroamericano Barack Obama, demócrata, frente al anglosajón John McCain, republicano, con la Casa Blanca como premio. Sin consolación. Y no se recuerda cuándo fue la última vez que el Partido Demócrata se presentó a la cita de noviembre con tanta ventaja teórica sobre el eterno rival, lo que han de agradecer a Bush II, el gran artífice de la debacle. Una presidencia de dos mandatos, que será difícil no recordar como una de las más catastróficas de la historia, ha dejado a la opinión pública norteamericana ahíta de partido, voraz de cambio, pedigüeña de nuevo comienzo. Y, sin embargo, nadie piensa que la elección vaya a ser pan comido para el candidato demócrata.

El partido de los Clinton se las ha arreglado magistralmente para comprometer el resultado electoral. Con el desprestigio que Bush ha arrojado sobre el republicanismo, sobre todo neoconservador, a causa de la guerra de Irak, y de una serie de feos a la moralidad internacional, como la dejación de responsabilidad en el conflicto de Palestina, y de cualquier decencia medioambiental en el resto del mundo, hasta John Kerry, el aristocrático candidato demócrata batido por Bush hace cuatro años, o el eminentemente presentable John Edwards, que optó con el anterior a la vicepresidencia, habrían parecido hoy apuesta segura, salvo porque ya habían fracasado en una ocasión. Más aún, el candidato republicano, sin duda estimable en lo personal, es un anciano que cobra pensión de invalidez, y frisaría los 80 años al término de un hipotético segundo mandato. Y si no cabe dar por segura la victoria demócrata es porque el partido ha elegido como candidato a un negro; y como reserva, o segunda clasificada en la cucaña electoral, a una mujer, Hillary Clinton, que incluso puede ser hoy aspirante a la vicepresidencia con Obama.

¿Está preparado el pueblo de Estados Unidos para elevar a un negro a la presidencia? O en su caso, ¿a un afroamericano solapado por una mujer?

El ex ministro de Exteriores y politólogo mexicano Jorge Castañeda cree que el formidable cambio que esa elección implicaría, con o sin Hillary, habría de cimentarse en otro cambio muy de base. En vez de votar un suspiro por encima del 50% del electorado, como es habitual cada cuatro años, haría falta una movilización hasta cifras iguales o superiores al 60%, porque si votan los de siempre -el prejuicio, el temor a lo desconocido- ganarán también los de siempre.

Y la eventualidad de que se forme un majestuoso ticket presidencial Obama-Clinton está lejos de disipar todas las dudas, porque no está nada claro que la pareja sume más que reste. Gran parte de su electorado se superpone, el de una América posmoderna, a la que no sólo molestan sino que se propone votar contra los atavismos, pero que deja fuera de campo a una buena parte del país, que sólo concibe votar a uno de los suyos. Es cierto que la senadora por Nueva York puede aportar un voto hispano que no le ha sido especialmente asequible al candidato, pero, de igual forma, quien esté dispuesto a votar a un Obama o a una Hillary por separado no tiene por qué querer necesariamente hacerlo por los dos a un tiempo. La posmodernidad puede ser también cuestión de grado. Pero en lo que sí puede serle útil al dúo esa coalición de militantes que en las primarias votó a uno u otro de los demócratas -unos 20 millones de electores- es a movilizar ciudadanía: inspirar, arrastrar, persuadir para que aquellos a los que no complace el día, pero nunca han esperado gran cosa del sistema, hagan esta vez una excepción y voten.

En la campaña se oirán cosas tremendas; aunque sólo sea porque el candidato presidencial fue cristianado como Barak Hussein Obama. Su padre, musulmán de Kenia, le puso como lo que los norteamericanos llaman middle name el nombre del mártir chií de Kerbala, descendiente de Alí. Y pensar que los intereses próximos a Israel y al sionismo extremo van a dejar escapar la oportunidad de semejante innuendo en tiempo electoral sería cosa de ángeles. El propio candidato, con declaraciones bien es verdad que formuladas en unos paleo-tiempos, ha dado pie a que en Jerusalén piensen que es mejor no correr riesgos.

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El lema del Yes, we can -Sí, podemos- ha hecho merecida fortuna mediática para Obama; y el viraje que parece proponer al mundo podría constituir un cambio de paradigma perfecto para hacer frente, política y no militarmente, a nuevos retos no sólo ante el islam, sino, mucho más cerca de casa, en la América Latina de Chávez y Morales. Pero aún está por ver si se puede.

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