Columna

Una Justicia depauperada

De los tres poderes del Estado que Montesquieu predicó, la Justicia siempre parece haber sido el patito feo de la tríada que compone con el Legislativo y Ejecutivo, al menos en lo que concierne a la disposición de recursos materiales. Ahora mismo aquí, en la Comunidad, resulta llamativo e incluso aflictivo para el gremio juzgador el contraste entre la opulencia de las Cortes, con sus confortables instalaciones, sus indemnizaciones jubilares y los sustanciosos ahorros presupuestarios, y no digamos de la prodigalidad del Consell, gastándose los dineros a espuertas en eventos suntuarios. En contr...

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De los tres poderes del Estado que Montesquieu predicó, la Justicia siempre parece haber sido el patito feo de la tríada que compone con el Legislativo y Ejecutivo, al menos en lo que concierne a la disposición de recursos materiales. Ahora mismo aquí, en la Comunidad, resulta llamativo e incluso aflictivo para el gremio juzgador el contraste entre la opulencia de las Cortes, con sus confortables instalaciones, sus indemnizaciones jubilares y los sustanciosos ahorros presupuestarios, y no digamos de la prodigalidad del Consell, gastándose los dineros a espuertas en eventos suntuarios. En contraste, el fiscal superior de la Comunidad Valenciana, Ricard Cabedo, declaraba estos días que "la Justicia está arruinada", un lamento que, en definitiva, no hace más que prolongar moderadamente un quejido antiguo y coral de sus colegas y del universo forense sin excepciones.

Cierto es que la falta de medios no constituye el único problema del sistema judicial vigente. Como se pone en evidencia en toda reflexión o debate sobre el asunto -el diario Levante EMV ha celebrado uno esta misma semana- subsisten anacronismos legales, organizativos y de procedimiento incompatibles con la era de la ofimática. La televisión autonómica valenciana, por cierto, tiene ahí un filón -y un deber público, si sabe de qué va eso- informativo para ilustrar a su audiencia acerca de las condiciones a menudo tercermundistas en que se desarrolla el trabajo en los juzgados esparcidos por esos pueblos y barrios del Señor, tan alejados y ajenos al boato y diseño de una Ciudad de la Justicia, aunque tampoco tan monumental sede está a cubierto de las servidumbres generales decantadas por las estrecheces económicas.

No todo el problema se ciñe al dinero, decíamos, pero sin duda se atenuaría mucho, si se nos permite esta obviedad, e incluso se revelaría una voluntad política de aligerar los agobios, abordar la solución y restaurar así el crédito menguante de una Justicia en la que el esfuerzo de sus profesionales -con las excepciones de rigor- no enmienda las ineficiencias, la morosidad escandalosa, el alarmante índice de impunidad por las sentencias que no se ejecutan y la desconfianza que decantan los tribunales. Para ello, claro está, habrían de concertarse la Generalitat y la Administración central poniéndose al tajo en las parcelas que se han repartido y les incumben, aquella proporcionando sedes judiciales debidamente equipadas y asumiendo las nóminas de los funcionarios, en tanto que el Gobierno decide el número de juzgados a establecer, nombrando jueces y secretarios de los mismos.

El caso es que en esta teórica colaboración parece que se han juntado el hambre con las ganas de comer para sacudirse las responsabilidades endosándoselas al otro y dejando la casa a medio barrer. El uno no habilita suficientes jueces y secretarios en tanto que el otro se abstiene de crear nuevos juzgados, pero también de utillar mejor a los existentes, dotándoles de recursos y personal adecuado en cantidad y cualificación. En suma, una depredación de la Justicia tanto más escandalosa por cuanto se produce, o se ha producido hasta hace cuatro días, en un marco -sea el estatal o el autonómico- que ha gozado de una prosperidad persistente y dilatada en el tiempo y de la que el poder político se ha envanecido sin recato. Si no se le ha metido mano al problema de la Justicia es porque el referido poder no ha querido, con las consecuencias que se vienen padeciendo y denunciando.

Resulta, pues, evidente dónde reside la mayor culpa de que en el sistema "todo funcione mal, incluso los jueces", como en cierta ocasión manifestó el decano de los de Valencia, Tomás y Tio. La mayor culpa, pero no toda, porque a los jueces habrá que adjudicarles la parte que les corresponde en la medida que se autogobiernan. ¿O acaso es de obligado cumplimiento que por el llamado caso Fabra hayan transitado ocho juezas y cuatro fiscales a lo largo de cinco años desde que se imputó al presidente de la Diputación de Castellón y otros altos cargos del Gobierno de José María Aznar? Eso no es un juzgado de instrucción, sino una pasarela por la que desfilan frívolamente sus señorías en tránsito de un destino a otro, mientras los empapelados aguantan en esa suerte de limbo procesal. Por decencia profesional ya debería de haberse resuelto este asunto en el que los juzgadores, y sólo ellos, se están desacreditando.

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