Análisis:

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La cuestión es si el Estado debe o no apoyar la cultura popular, entendiendo claramente por tal todo aquello que ya, sin importar su grado, agrada al pueblo, a la ciudadanía mayoritaria y no a la élite tan exquisita como exigua de la población. Porque ¿cómo seguir todavía esperando que al apoyar las creaciones de reconocida altura intelectual o artística se logra generalizar la altura del nivel? La ya copiosa historia de la democracia ha enseñado que si el sistema desarrolla la igualdad simultáneamente, en orden a la eficacia, decolora, licúa o rebaja la sustancia de la transmisión. Como resul...

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La cuestión es si el Estado debe o no apoyar la cultura popular, entendiendo claramente por tal todo aquello que ya, sin importar su grado, agrada al pueblo, a la ciudadanía mayoritaria y no a la élite tan exquisita como exigua de la población. Porque ¿cómo seguir todavía esperando que al apoyar las creaciones de reconocida altura intelectual o artística se logra generalizar la altura del nivel? La ya copiosa historia de la democracia ha enseñado que si el sistema desarrolla la igualdad simultáneamente, en orden a la eficacia, decolora, licúa o rebaja la sustancia de la transmisión. Como resultado, el producto cultural que alcanza la máxima propagación coincide con la penosa calidad del low cost.

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Nos repugna que los fondos públicos se empleen para promocionar materiales baratos cuando un acervo de profundo valor se ignora. Pero ¿cómo esperar que lo profundo prenda en la presente cultura de las superficies, en el patinaje de las mil pantallas o en el conocimiento panorámico opuesto a la sabiduría en vertical? Frente a la tradicional cultura culta especialmente basada en la veneración del libro (devoción representada en la ceremoniosa lectura de El Quijote cada 23 de abril) se alza ahora el laicismo de la democratización; descreída, desaliñada y sin rigor. Pero, siendo así la realidad de las cosas, ¿cómo un Estado realmente democrático podría proceder en contra de su elector mayoritario? ¿Cómo los recaudados fondos públicos podrían contradecir, a estas alturas, la preferencia del contribuyente y su repetido deseo general?

En las proximidades de la Ilustración, lo postulado era ilustrar a toda la plebe, pero una vez que el gentío se halla instruido en la escolaridad universal y declara abiertamente sus preferencias, ¿por qué insistir en que sus gustos deberán coincidir con el de los próceres, los letraferidos, los insignes, los bibliotecarios o el rector de la universidad de Alcalá? La cultura es lo que es. Y siendo así ¿debería el Estado mostrarse contracultural?

La cuestión, en suma, es ésta: si las salas de cine deben transmitir fútbol y no premios de Cannes para no cerrar; si los teatros deben programar musicales y no Ibsen para sobrevivir y los editores publicar Pulp fiction y no literatura para permanecer dentro de lo real, ¿no deberá también el Estado, para ser todavía Estado, ofrecer menús del día en lugar de nouvelle cuisine?

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