OPINIÓN

Bronca de Gaddafi

"Nos odiamos los unos a los otros, nos deseamos lo peor y nuestros servicios secretos conspiran entre sí. Somos nuestro propio enemigo". Las palabras de Muammar el Gaddafi crearon un tenso silencio en la sala del palacio de los Omeyas de Damasco, donde el pasado fin de semana se celebró la 20ª cumbre árabe. Vestido con una exuberante túnica rosa y morada, el líder libio demostró una vez más que sabe cómo atraerse la atención de las cámaras.

Es ya una evidencia que las cumbres árabes ponen de relieve la división de sus miembros. Lo que no es habitual es que sea uno de los asistentes quie...

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"Nos odiamos los unos a los otros, nos deseamos lo peor y nuestros servicios secretos conspiran entre sí. Somos nuestro propio enemigo". Las palabras de Muammar el Gaddafi crearon un tenso silencio en la sala del palacio de los Omeyas de Damasco, donde el pasado fin de semana se celebró la 20ª cumbre árabe. Vestido con una exuberante túnica rosa y morada, el líder libio demostró una vez más que sabe cómo atraerse la atención de las cámaras.

Es ya una evidencia que las cumbres árabes ponen de relieve la división de sus miembros. Lo que no es habitual es que sea uno de los asistentes quien denuncie públicamente esa desunión y vapulee al resto por su pasividad ante las numerosas crisis que afrontan. Incluso en citas tan polémicas como la de Damasco, ignorada por el rey saudí y el presidente egipcio, los discursos suelen ser rimbombantes en la forma y vacuos en el contenido.

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Pero Gaddafi entró a saco en lo que es un secreto a voces. "Nuestra sangre y nuestra lengua pueden ser las mismas, pero no hay nada más que nos una", espetó a sus colegas antes de advertir a los aliados árabes de Estados Unidos de que pueden terminar igual que Sadam Husein. "Una fuerza extranjera ocupó un país árabe y colgó a su presidente mientras nosotros observábamos impasibles (...). Vosotros podéis ser los próximos", les dijo ante la perplejidad de unos y las carcajadas nerviosas de otros que reconocían su franqueza.

Excéntrico, teatral y a ratos histriónico, Gaddafi nunca ha sido un líder al uso. La verborrea panarabista, con la que intentó ganarse al hombre de la calle tras la muerte de Nasser, suscitó escaso entusiasmo en el resto de los dirigentes árabes, que siempre le han encontrado demasiado impredecible para tomarlo en serio. Ahora vuelve a la carga denunciando la dominación estadounidense del mundo y vapuleando a los otros países árabes por su proximidad a Washington.

Lo que sorprende es que lo haga cuando él mismo ha arreglado sus cuentas con Estados Unidos. Justo después de la invasión de Irak, renunció a las armas de destrucción masiva y admitió la responsabilidad de su país en el atentado de Lockerbie de 1988. El inmediato levantamiento de las sanciones de la ONU ha permitido el regreso de las compañías petroleras norteamericanas y el refuerzo de sus relaciones comerciales con Occidente. Incluso se prepara una próxima visita a Libia de la secretaria de Estado Condoleezza Rice. Sin duda, el decano de los gobernantes árabes espera obtener algún rédito político.

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