Crónica:LA CRÓNICA

Historia de dos ciudades

Pronto, este paisaje será otro triunfo de la megalópolis. El AVE llega a Barcelona y los vecinos de esta parte de Sants comienzan a ver la luz al final del túnel. Pero las prisas en la inauguración de la ministra no han podido ocultar que las obras siguen ahí, con su reguero de ruidos y molestias. Situación que afecta especialmente a la Riera Blanca, cuyo tramo final se da de bruces con las vías del tren.

Antes, esto era uno de esos lugares que -como dice Pérez Andújar en su última novela- arropaban a la ciudad "como un visón de cemento". Lejos del centro, esta calle se prestaba a la pe...

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Pronto, este paisaje será otro triunfo de la megalópolis. El AVE llega a Barcelona y los vecinos de esta parte de Sants comienzan a ver la luz al final del túnel. Pero las prisas en la inauguración de la ministra no han podido ocultar que las obras siguen ahí, con su reguero de ruidos y molestias. Situación que afecta especialmente a la Riera Blanca, cuyo tramo final se da de bruces con las vías del tren.

Antes, esto era uno de esos lugares que -como dice Pérez Andújar en su última novela- arropaban a la ciudad "como un visón de cemento". Lejos del centro, esta calle se prestaba a la pequeña picaresca. Como las multas eran distintas según la acera, los conductores atropellaban sus vehículos en el lado de L'Hospitalet, donde era más barato aparcar mal. Total, nada parecía interrumpir la modorra de los patios, adornados con macetas y jaulas de canario flauta, último reducto de cuando esto eran huertos y el torrente algo físico que había que cruzar por puentecitos, pues tenía tendencia a desbordarse.

El nombre de la Riera Blanca mantiene el recuerdo de unas aguas que, al llegar aquí, habían pasado por los lechosos depósitos de caolín de Collserola. Aunque, con la instalación de las primeras fábricas de indianas, su curso fue perdiendo caudal, hasta ser soterrado bajo el asfalto. Pero no siempre fue así. En época medieval, fue la frontera entre Santa Maria dels Sants y la vecina Santa Eulàlia de Provençana, que -junto con el Hospital de la Torre Blanca- formaría el futuro Hospitalet de Llobregat. Y aún se añadiría un tercer municipio en discordia, al trazar, en su parte alta, la demarcación entre Sants y el barrio de Les Corts de Sarrià.

La historia cuenta que estos campos fueron mudos testigos de los sucesivos ejércitos que pusieron sitio a Barcelona. Tropas francesas y castellanas ocuparon los andurriales durante las guerras de los Segadors, en el asedio de 1714 y en las guerras napoleónicas. Después, en el siglo XIX, se instalaron fábricas textiles y de ladrillos, como la famosa bòbila de Cal Cosme -que coció los azulejos de las primeras estaciones de metro-, situada a pocos pasos de los burots -en la esquina con la calle de Bassegoda-, una especie de policía de aduanas que se hizo tristemente célebre durante la posguerra, cuando unas manzanas o una barra de pan podían significar la diferencia entre la felicidad y el hambre.

En aquellos años, también fue la frontera mental entre Sants y La Torrassa, dos barrios de estricta ortodoxia anarcosindicalista, aunque separados por el idioma; sobre todo en los agitados años de la II República, cuando se colocó un cartel en la Riera que rezaba: "Cataluña termina aquí. Aquí empieza Murcia". Como siempre, nuevas oleadas de inmigrantes -esta vez andaluces- vinieron a diluir las diferencias, aunque nunca desapareció esa sensación de línea divisoria. Yo vivía en Sants y estudiaba en La Torrassa. Ser niño en un sitio con el colegio en el otro: minoría siempre. En una escuela abarrotada de hijos de emigrantes, éramos "los catalanes". Pero al volver a casa, descendientes de antiguos éxodos, seguíamos siendo "los murcianos". Asocio los años infantiles a la calle de Ventura Plaja -nombre que alude a un diputado provincial decimonónico- y su bar de la esquina, famoso por los futbolines; al barrio gitano de chabolas, junto al cine Continental, que olía a pipas y cacahuetes con cáscara; a las lagartijas que campaban a sus anchas en lo que hoy en día son los alrededores del Camp Nou. Paisajes que van a desaparecer, tragados por la alta velocidad y por una metrópoli cuyas fronteras cada día están más lejos.

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