Crítica:

Una más uno es uno

Estamos en Estados Unidos en 2000. Una mujer escribe cartas a su marido desde una pequeña localidad donde vive sola. Es la madre de un muchacho de dieciséis años que ha matado fríamente a nueve personas -una profesora, siete alumnos y un camarero- de su instituto. En las cartas repasa minuciosamente su vida desde el momento en que, ya cerca de los cuarenta años, decide tener un hijo hasta el presente. Ella es una mujer emprendedora y viajera que posee una empresa de guías turísticas de bajo precio, de gran éxito, y él un localizador de exteriores para publicidad. El nacimiento del bebé dará un...

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Estamos en Estados Unidos en 2000. Una mujer escribe cartas a su marido desde una pequeña localidad donde vive sola. Es la madre de un muchacho de dieciséis años que ha matado fríamente a nueve personas -una profesora, siete alumnos y un camarero- de su instituto. En las cartas repasa minuciosamente su vida desde el momento en que, ya cerca de los cuarenta años, decide tener un hijo hasta el presente. Ella es una mujer emprendedora y viajera que posee una empresa de guías turísticas de bajo precio, de gran éxito, y él un localizador de exteriores para publicidad. El nacimiento del bebé dará un giro extraordinario a sus vidas.

La pareja está perfectamente estructurada por la autora. Ella es una mujer liberal con un sentido crítico muy acusado y votante demócrata; ha viajado por todo el mundo para testar sus guías. Él es un hombre conservador, un patriota que cree firmemente en el sueño americano, que viaja por su país también a causa de su trabajo y votante republicano. Es una pareja que se entiende y se quiere. Son dos américas y la suma de los dos es América. Cuando ella queda embarazada piensa: "Ya no éramos Eva y Franklin, sino papá y mamá"; y es este cambio el que va a alterar sus vidas hasta llevarlos al desastre. El niño, ya desde antes de nacer, se convierte en un elemento dominante en la relación, en una cuña que poco a poco la irá abriendo hasta el desenlace final. Eva, su madre, irá paso a paso descubriendo la naturaleza maligna de su hijo; Franklin, el padre, hará ojos ciegos a la realidad y tratará de justificarlo constantemente.

TENEMOS QUE HABLAR DE KEVIN

Lionel Shriver

Traducción de Javier Calzada

Anagrama. Barcelona, 2007

608 páginas. 25 euros

Ambas actitudes esconden

una conciencia de culpa: ella se la atribuye pensando que lo rechazó ya desde el nacimiento y la combate autoanalizándose; él se la oculta tras la ficción de intentar ser el prototípico padre americano. Ninguno de los dos logrará torcer el curso de la realidad. La realidad es una dura y compleja visión de Estados Unidos.

El libro, muy ambicioso, está escrito en forma epistolar: son las cartas de recapitulación que ella dirige al padre mientras su hijo se encuentra en el reformatorio a la espera de ser trasladado a la cárcel cuando cumpla dieciocho años. Es excelente el modo en que se va expandiendo por la novela el silencio del padre, que tendrá su explicación al final. Es excelente el análisis que ella va haciendo de sí misma, de su conducta como mujer, como esposa y como madre; y es un análisis en el que la autora introduce con verdadera eficiencia la realidad exterior de América y del mundo en su propia autocrítica sin que en ningún momento sintamos que trata de colocarnos opinión; la opinión y el pensamiento existen en este libro, pero están detrás de la novela; no se los ve, pero están ahí. La ambición es, como se ve, muy alta.

Lionel Shriver se plantea el problema del Mal, sin duda; está representado por el hijo, Kevin, que es un paradigma de malignidad. Ahora bien, cuando la madre se pregunta -y pregunta al hijo- por qué ha hecho lo que ha hecho (es una matanza fría, estudiada al detalle), es verdad que se pregunta por el sentido del Mal, pero, sobre todo, ese por qué se lo dirige a sí misma; lo que de verdad se está preguntando no es por qué mató el chico sino, a través de esa pregunta, por qué vivimos y ése es el verdadero meollo del libro. La pregunta surge de lo más hondo del sufrimiento, del amor, de la incomprensión y del odio.

Sin embargo, el libro tiene lastres. La impresionante minuciosidad con que Eva relata su calvario es demasiado minuciosa y, en consecuencia, tiene ramificaciones que a veces se pierde en parte de vista el cauce principal al que éstas vierten. Eso incluye, además, repeticiones y una extensión excesiva que procede de la misma ambición del libro. El segundo lastre es la figura del hijo. Así como los padres quedan perfectamente ubicados y justificados como personajes, el niño es el mal absoluto desde el nacimiento y aunque hacia el final hay un acierto espléndido -el atisbo de cambio que se produce en él cuando cumple dieciocho años- no es suficiente. Lo cierto es que el chico incide en ese personaje tan en boga hoy, el psicópata, al que no hay que crear literariamente sino describirlos por sus actos por la sencilla razón de que son psicópatas y con esta justificación, ya vale. Todo personaje tiene una procedencia y una razón de ser: Kevin es malo sin más. Sus padres se desarrollan en el relato, él permanece igual a sí mismo.

Con todo, el resultado es netamente positivo. Un libro muy valiente, muy arriesgado, muy trabajado y muy impactante, sin concesiones ni gratuidades, de poderoso calado literario.

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