Columna

El regreso de Alfaro

MIQUEL ALBEROLA

Las esculturas de Andreu Alfaro han regresado a Valencia en plena resurrección de Sorolla, casi solapadas por la cabalgata de camiones y policías que patrocina Bancaixa. Incluso se podría decir que casi atenuadas por su propio autor, que, como si ya hubiese traspasado la barrera del sonido, apenas parece demostrar entusiasmo por la exposición que ahora muestra en el IVAM. Ni siquiera por su obra, que supera dos millares de esculturas, buena parte de ellas repartidas por espacios públicos del mundo. Alfaro no es Sorolla, ni está en mi ánimo cotejarlo (incluso el padre del escultor enfureció cua...

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Las esculturas de Andreu Alfaro han regresado a Valencia en plena resurrección de Sorolla, casi solapadas por la cabalgata de camiones y policías que patrocina Bancaixa. Incluso se podría decir que casi atenuadas por su propio autor, que, como si ya hubiese traspasado la barrera del sonido, apenas parece demostrar entusiasmo por la exposición que ahora muestra en el IVAM. Ni siquiera por su obra, que supera dos millares de esculturas, buena parte de ellas repartidas por espacios públicos del mundo. Alfaro no es Sorolla, ni está en mi ánimo cotejarlo (incluso el padre del escultor enfureció cuando Fuster escribió que su hijo era más importante que Benlliure), pero sin embargo es uno de los escultores españoles vivos más sobresalientes y ha tenido el mérito de pasar inadvertido en Valencia, lo que le ha permitido mantenerse en su equilibrio, conservar la efusividad en sus convicciones y exprimirle toda la sustancia a su talento. Para ello tuvo que realizar un viaje imposible, cuando todo en su vida lo predisponía a continuar el negocio cárnico familiar. Surgió en un entorno en el que ir a la piscina era de maricones y en el que, antes de ir al colegio, había que afilar cuchillos y dar de comer a los cerdos, pero también en el que había papeles de estraza para garabatear y deslunados por los que subía el aire caliente de las canciones de la criada con la modulación amarga de Billie Holiday. Alfaro aprovechó esas brechas e hizo el complicado tránsito del mundo productivo al creativo sin desconectarse de la raíz ni perder la perspectiva que le había conferido el duro aprendizaje de la vida; es decir, aplicando la racionalidad a la creatividad. Ese mestizaje, unido a la pulcritud (acaso porque su tío fue el primer carnicero higienista de Valencia que llevó bata blanca), le ha permitido sustanciar bellezas de gran elegancia que no sólo satisfacen a los más exigentes catadores de códigos, sino que conforman muchos paisajes colectivos. Ahora, de algún modo, ha dado por concluida su producción, que sin duda es otro modo de representar la perfección que antes había perseguido en sus realizaciones, siempre con la sensación de estar empezando y de llegar tarde. Alfaro ha alcanzado en sí mismo la depuración de sus piezas y trata de eclipsarse con la misma naturalidad que siempre mantuvo respecto al hecho artístico, y que constituye una de sus mejores obras.

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