Editorial:

Ver para creer

Si Corea del Norte cumple sus promesas de esta semana sobre el desmantelamiento inminente de su reactor capaz de producir plutonio para armas atómicas, y además facilita completa información sobre sus programas nucleares, el régimen de Kim Jong-il habrá dado un paso decisivo hacia su rehabilitación internacional y una mayor seguridad en el sur de Asia. De este aparente giro de uno de los sistemas políticos más secretos y arbitrarios del planeta forma parte la cumbre intercoreana celebrada en Pyongyang, en la que los irreconciliables vecinos han discutido la iniciativa de Seúl para hacer la paz...

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Si Corea del Norte cumple sus promesas de esta semana sobre el desmantelamiento inminente de su reactor capaz de producir plutonio para armas atómicas, y además facilita completa información sobre sus programas nucleares, el régimen de Kim Jong-il habrá dado un paso decisivo hacia su rehabilitación internacional y una mayor seguridad en el sur de Asia. De este aparente giro de uno de los sistemas políticos más secretos y arbitrarios del planeta forma parte la cumbre intercoreana celebrada en Pyongyang, en la que los irreconciliables vecinos han discutido la iniciativa de Seúl para hacer la paz y convertir la península -nominalmente en guerra más de medio siglo después de que acabase- en un espacio económico conjunto engrasado por una suerte de Plan Marshall.

No es probable que el régimen estalinista haya sido tocado por una varita mágica. Su líder supremo se ha mostrado más bien indiferente ante las propuestas de prosperidad desgranadas por el surcoreano Roh Moo Hyun, necesitado de algo que llevar a Seúl en la recta final de su desvaída presidencia. Y es pertinente recordar, como síntoma de la enorme distancia que todavía separa a las dos Coreas, las expectativas defraudadas que siguieron a la euforia de la cumbre del año 2000, cuando el antecesor de Roh acudió por vez primera a Pyongyang.

Pero el hecho de que se haya producido un diálogo real sobre la posibilidad de llevar finalmente la paz a la última frontera de la guerra fría, y que este diálogo al máximo nivel ocurriera a la vez que se anunciaba en Pekín -escenario de interminables negociaciones a seis- el compromiso de desnuclearización norcoreano, sugiere un viraje sustantivo de Pyongyang en la dirección largamente pretendida por Estados Unidos. Un cambio que, de concretarse, pondría de manifiesto que la flexibilidad y la paciencia empleadas por Washington con Corea del Norte, a pesar y después de catalogar a su régimen como uno de los pilares del infierno, pueden acabar dando frutos. Y que por su trascendencia haría plenamente asumible el millón de toneladas de combustible, o su equivalente en ayuda económica y tecnología, que EE UU y sus aliados asiáticos se aprestan a volcar sobre Pyongyang. Bush, además, se ha comprometido a borrar a Corea del Norte de la lista de patrocinadores del terror y a levantar sus sanciones comerciales.

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Sería ingenuo dar por hecho que el Gobierno norcoreano vuelve al redil sin más, un año después de detonar su primer ingenio atómico. Lo más difícil de ese pacto de desarme está por venir. Tiene que ver no sólo con la verificación del desmantelamiento del reactor de Yongbyon, que se iniciará en las próximas semanas con supervisión estadounidense, sino también con conseguir que el irreductible Kim Jong-il se deshaga de sus armas y materiales nucleares, informe de todos sus programas y mantenga su promesa de no exportar tecnología y conocimientos. Sin duda que esa nueva meta no será fácil ni gratis, pero es imprescindible perseguirla.

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