Columna

El incómodo debate de la castración química

Pongamos las cartas sobre la mesa. No creo que nadie sitúe el debate en los términos inconstitucionales que tanto preocupan -con razón- al fiscal José María Mena. Ni se plantea un drástico castigo corporal contra los violadores reincidentes, ni se trata de llevar a la práctica el viejo lema del feminismo más radical. Además, no creo que el histórico "contra violación, castración" suscite hoy ninguna simpatía, más allá del gusto por la estridencia, ni tampoco estoy demasiado convencida de que fuera una convicción en el pasado. Todas las luchas sociales, vinculadas a sectores secularmente domina...

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Pongamos las cartas sobre la mesa. No creo que nadie sitúe el debate en los términos inconstitucionales que tanto preocupan -con razón- al fiscal José María Mena. Ni se plantea un drástico castigo corporal contra los violadores reincidentes, ni se trata de llevar a la práctica el viejo lema del feminismo más radical. Además, no creo que el histórico "contra violación, castración" suscite hoy ninguna simpatía, más allá del gusto por la estridencia, ni tampoco estoy demasiado convencida de que fuera una convicción en el pasado. Todas las luchas sociales, vinculadas a sectores secularmente dominados, han coqueteado con la retórica gruesa y la intransigencia, en algún momento de su historia. No. Precisamente porque no estamos ante un debate de boca caliente, ni ante una exhibición reivindicativa de las emociones estomacales, la cuestión es aún más compleja. Es decir, el planteamiento frío del tema lo convierte en algo más difícil, más incómodo, y quizás aún más antipático. En frío, pues, ¿qué hacemos con los delincuentes sexuales, cuya biografía está salpicada de nuevas violaciones en cada permiso penitenciario, y cuyo informe médico es altamente pesimista respecto a su reinserción social? Hablamos de personas que han violado a decenas de mujeres, que han vuelto a violar en cada salida carcelaria, y que no muestran ningún atisbo de cambio de conducta. Si, además, la violencia sexual se perpetra contra menores, la cuestión adquiere una dureza inimaginable. Desde luego, son los expertos los que tienen que delimitar la frontera entre lo patológico y lo delictivo, y también son ellos los que conocen las terapias o las acciones que mejor pueden orientar el problema.

Hasta aquí la previa con la que podríamos estar de acuerdo la mayoría de las sensibilidades sociales preocupadas por el tema. Sin embargo, el tema tiene tantas aristas que necesita serias reflexiones sobre las diferencias que planteamos unos y otros, urgidos por la convicción de que el problema no puede ser aplazado. En cualquier caso, por propia motivación y por inquietud ciudadana, oso plantear mi personal mirada sobre la cuestión, una mirada inquieta, sin duda amateur y, por supuesto, desinhibida.

Primer apunte: la situación legal no debe mantenerse como está en la actualidad. Sea como sea, no es de recibo que las autoridades sepan, con bastante precisión, que un delincuente sexual volverá a violar y lo dejen en libertad, sin más. Me dirán que no se puede castigar preventivamente, y es cierto, pero ¿ello implica no tomar ninguna decisión? La comparativa de países cercanos nos plantea tres opciones, las tres contrastadas por su utilidad, tanto como por su carácter polémico: el brazalete policial, las listas públicas de los delincuentes sexuales y la castración química. Todo ello, sumado a cumplimiento íntegro de condenas, eventual ingreso en psiquiátricos, etcétera.

Respecto a la castración, recordar lo obvio: que sólo puede ser voluntaria, que no es definitiva y que se trata de una inyección antiandrógina que inhibe el deseo sexual e imposibilita la erección. El debate sobre su eficacia es tan intenso como dividido, pero está claro que ha resultado positivo en un número nada desdeñable de casos. Los países que tienen legalizada esta opción presentan datos remarcables. También se ha demostrado enormemente eficaz la pulsera detectora, y en la cuestión de la pedofilia, los países anglosajones defienden vivamente la información pública de los vecinos que han sido condenados por pedofilia. Y, por supuesto, cualquier beneficio penitenciario depende de haber asumido las terapias médicas o de haber aceptado la castración química. Hasta aquí, de forma suscinta, el global de la cuestión. Sin embargo, ¿es éste el debate que estamos planteando? O, peor aún, ¿estamos realmente por la labor de abrir el debate, más allá del ruido mediático de estos días? Me dirá la consejera Montserrat Tura que ya existe la comisión pertinente, ahora transmutada en tres subcomisiones específicas, pero esta información, más que tranquilizarme, aumenta notablemente mi descreida intranquilidad...

Mi posición personal. Creo que la cuestión de los delincuentes sexuales es un tema central, y que no puede ser tratado como si fuera un delito ordinario. También expreso mi deseo de que ningún pedófilo esté fuera de control legal, incluso después de haber cumplido la pena. ¿Existe algo más malvado, más terrible y más antisocial que un violador de niños? Y en el caso de los violadores a adultos, si el riesgo de reincidencia es realmente alto, también es exigible el control legal. Además, a diferencia de los que han hecho de lo políticamente correcto una forma de censura del pensamiento, no siento ningún complejo en expresar la convicción de que un sistema excesivamente garantista con el violador acaba siendo injusto y lesivo para las víctimas. Y que forma parte de la responsabilidad democrática proteger a la sociedad de este tipo de delitos.

Respecto a la castración química, bienvenida sea, aunque sólo sirva para inhibir el deseo de agredir sexualmente de uno solo de estos delincuentes. Y respecto a las otras medidas, claridad meridiana: como ciudadana y madre, quiero saber si un pedófilo vive cerca de casa, quiero saber si un violador presenta una altísima probabilidad de reincidencia, y quiero saber si mi sistema legal, además de castigar al delincuente, nos protege del delito, cuando éste está anunciado. Que los expertos se reúnan, comisionen, subcomisionen y lleguen a las sesudas conclusiones que crean. Pero que lleguen a algo. Porque la situación actual ni es eficaz, ni es justa, ni resulta tranquilizadora.

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