Crónica:LA CRÓNICA

Ópera y playa

Así, a bote pronto, se diría que ópera y playa encierran dos conceptos que se repelen. Todo lo que tendría de elevado, exclusivo y elegante la primera sería vulgar y masivo en la segunda, territorio predilecto de la chancla, el bronceador y la sombrilla publicitaria. Y, sin embargo, la playa es periódicamente requerida a salir de su tradicional molicie intelectual para abrazar la alta cultura. Ahí están cada verano esas bibliotecas móviles que se desplazan hasta la misma orilla para que los bañistas salgan de burros: si ellos no van al libro, el libro, redentor, acude a ellos. El verano...

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Así, a bote pronto, se diría que ópera y playa encierran dos conceptos que se repelen. Todo lo que tendría de elevado, exclusivo y elegante la primera sería vulgar y masivo en la segunda, territorio predilecto de la chancla, el bronceador y la sombrilla publicitaria. Y, sin embargo, la playa es periódicamente requerida a salir de su tradicional molicie intelectual para abrazar la alta cultura. Ahí están cada verano esas bibliotecas móviles que se desplazan hasta la misma orilla para que los bañistas salgan de burros: si ellos no van al libro, el libro, redentor, acude a ellos. El verano conlleva una mala conciencia cultural generalizada que se refleja puntualmente en las entrevistas de temporada: todo personajillo dice meter en la maleta, junto al bañador, poco menos que el Ulises de Joyce. Cuando llega septiembre los periodistas, urgidos por la actualidad, nos olvidamos de realizar el control de mínimos, y así no hay forma de saber si nuestros entrevistados cumplieron o en realidad haraganearon como todo hijo de vecino.

La verdad es que hoy cuesta muy poco llevarse cultura a la playa. El libro sigue en este territorio ganándole al ordenador la batalla de la accesibilidad: si la arena entre las páginas de un libro puede resultar, incluso, evocativa cuando ese libro vuelve a hojearse en los crudos meses del invierno, infiltrada en el teclado del ordenador es letal a todos los efectos. Y si uno quiere llevarse una ópera de Janacek o los Gurrelieder completos no tiene más que hacerse con una grabación y uno de los múltiples sistemas de reproducción que el mercado le ofrece y tumbarse plácidamente -o no- a escuchar.

Todo esto viene a cuento del tinglado que el Liceo y TV-3 montaron el miércoles por la noche en la playa de Sant Sebastià de la Barceloneta. Gran pantalla de vídeo, considerable equipo de sonido y dos mil sillas de tijera para asistir a la retransmisión de Norma desde el teatro de la Rambla. En diferido, con una hora y media de décalage por imperativo lumínico: a las 20.30 horas, que es cuando empezaba el especáculo en el teatro, en la playa todavía había mucha luz y había que aguardar a que oscureciera. Objetivo confeso y políticamente correcto de las dos instituciones públicas convocantes: acercar la ópera a los ciudadanos. Popularizarla.

Hombre, más que popularizarse la ópera, ha sido el pueblo el que se ha operizado. Nadie ve ya el Liceo como un bastión de antiguos privilegios inasequibles al común de los habitantes, así como la playa ya no es el lugar exclusivo del embrutecimiento espiritual. No hay más que darse una vuelta para caer en la cuenta de que muchos bañistas leen o escuchan música, mientras otros juegan a balonvolea o se entierran en la arena. Y hasta es posible que el concentrado lector deje por un momento el libro y se dé un chapuzón o se tome un helado, sin que ello comprometa su rigor intelectual. Menos frecuente es que el del balonvolea se sienta súbitamente urgido a emprender la lectura de El proceso, pero cosas más raras se han visto.

De manera que ese acercamiento de la lírica al veraneante, auspicida tanto por la directora del Liceo, Rosa Cullell, como por el director de TV-3, Francesc Escribano, ambos presentes en la soirée playera, es hoy difuso y complejo. Lo cual no quita que la experiencia resultara de lo más agradable para el millar largo de personas que se citaron en la Barceloneta. La noche era serena, con un brisa suave que invitaba a ponerse la rebequita. Tres cuartos de luna brillaban majestuosos por encima de la pantalla. La luna de Norma, el arcano femenino: hasta ahí todo cuadraba. ¿Pero qué hacer con la torre de Jaume I y su ascensor iluminado que no paraba de subir y bajar? Bueno, echándole imaginación, la estructura de Buigas podía convertirse en el templo de Irminsul, ya estamos acostumbrados a que los directores de escena cambien la época de la acción. ¿Y la hilera de aviones dando vueltas sobre el mar hasta conseguir pista en El Prat? Bien, en Norma hay mucho rito antiguo y predicción mágica. Esos puntos de luz evolucionando en el aire oscuro podían leerse como signos del cielo que sólo la gran sacerdotisa era capaz de descifrar en la era Blade Runner.

Ya ven lo fácil que es que cada uno se lo monte a su gusto. Ahora bien, si eso es lo que se buscaba, entonces sobraba la escenografía del Liceo. Puestos a rizar el rizo, ¿podría suprimirse el fondo por un croma negro que diera todo el protagonismo a los intérpretes y azuzara al espectador en pantalón corto a construir su propia escenografía playera? Yo creo que ganaría. Como ganaría también si el sonido, en la era del MP-3, fuera mejor: abundaron las distorsiones y las frituras.

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Al final, los cantantes acudieron a recoger los aplausos en vivo, cual actores de Ventdelplà. Estuvo bien, la verdad, fue una muestra tanto de que la ópera se populariza como de que el pueblo se operiza, pues aplaudió con discernimiento a Fiorenza Cedolins (Norma) y Sonia Ganassi (Adalgisa), muy inspiradas en sus respectivos papeles. Fíjense si se operiza el pueblo que un vecino del bloque de apartamentos que da sobre la playa explicaba que prefería de largo la ópera a los conciertos de bongos que "amenizan" todos sus fines de semana de verano. "Los bongos se meten contigo en la cama, la ópera se queda fuera, como una nana de fondo. Puedes dormir".

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