Columna

Cienmileuristas

El mundo es constante y, aunque hemos cambiado mucho, una mínima minoría sigue poseyendo la tierra, o llevándose una buena parte del dinero europeo para la agricultura. Ginés Donaire recogía el lunes en este periódico datos difundidos por la Consejería correspondiente: "Un 0,93% de los titulares de las ayudas acaparó el 20% de las subvenciones en el periodo 2003-2005". La minoría propietaria ya no es tan menor como a principios del siglo XX, cuando un aristocrático 0,1% poseía un tercio de las tierras. Pero los principales beneficiarios de las subvenciones agrarias de la Unión Europea siguen s...

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El mundo es constante y, aunque hemos cambiado mucho, una mínima minoría sigue poseyendo la tierra, o llevándose una buena parte del dinero europeo para la agricultura. Ginés Donaire recogía el lunes en este periódico datos difundidos por la Consejería correspondiente: "Un 0,93% de los titulares de las ayudas acaparó el 20% de las subvenciones en el periodo 2003-2005". La minoría propietaria ya no es tan menor como a principios del siglo XX, cuando un aristocrático 0,1% poseía un tercio de las tierras. Pero los principales beneficiarios de las subvenciones agrarias de la Unión Europea siguen siendo unos pocos nobles, banqueros y constructores.

Aquí los reyes repartieron entre los suyos los campos conquistados en guerras sucesivas, hasta la de la Independencia. Y luego vino la venta libre de las propiedades municipales y eclesiásticas, la desamortización, un movimiento de tierras al que le encuentro algo que ver con el tráfico de suelo público y recalificaciones de solares propio de nuestros días y nuestros ayuntamientos. Ahora el territorio se transforma en dinero fluido, flotante, aéreo, automultiplicador, pero la reserva se acumula todavía en fincas y palacios, ganaderías y viñedos y olivos, arte puro, lo fundamental, la cara moral y estética de la vida.

Decorativamente nos invade este mundo fiel a sus tradiciones y sus raíces. Romerías campestres atraviesan nuestras ciudades. El Rocío se ha convertido en una franquicia existente en todas las capitales de provincia de Andalucía y del universo entero. La Semana Santa, que a principios de los años 80 era un agónico recuerdo del pasado, ha sido revitalizada con cantidades masivas de dinero público. Se han fabricado imágenes santas, garajes consagrados para pasos y tronos, estandartes bendecidos, el Simpecado y las túnicas de los penitentes, el varal de Hermano Mayor con que desfila el alcalde, elegido probablemente en las listas de algún partido que se confiesa laico.

Vuelve a dominar la figura del político paternal, caritativo. El responsable de un partido socialdemócrata recorre los distritos electorales pregonando los trenes que ha llevado a los pueblos y prometiendo tres puentes. Son políticos limosneros. Un alcalde, socialista y absolutamente mayoritario, justifica su sueldo, casi cienmileurista, superior al del presidente del Gobierno español, porque dedicará más de 20.000 euros al año a "financiar organizaciones sociales". Puede el alcalde hacer lo que quiera con el dinero que cobra, repartirlo a los pobres o comprarse una moto. La opción caritativa tiene una ventaja, sin embargo: quizá le valga para deducir en la declaración de la renta.

Estos comportamientos me recuerdan la magnanimidad de los obispos y los señores feudales, pero no creo que vengan de algo tan remoto como la Edad Media. Copian principios éticos y políticos de los Estados Unidos de América, donde los impuestos son despreciados en nombre de las donaciones de los magnates y la caridad del público en general, un asunto arbitrario y privado. Está de moda un nuevo feudalismo, muy capitalista. Ha acabado la época en que la socialdemocracia y otros progresistas creían que los errores e injusticias del capitalismo son remediables mediante impuestos justos.

La nueva caridad es tan profundamente superficial como esas devociones marianas y pasionales, católicas, compatibles con una moral diaria enemiga total de la Iglesia de Roma. Lo notable y admirable es cómo, por encima de desencuentros ocasionales entre obispos y gobernantes, hemos ido restaurando, en forma de adorno folclórico-turístico, la vieja unión del trono y el altar, actualizada periódicamente en los desfiles habituales con el cura, el jefe de la Guardia Civil y el alcalde, ante los santos patronos del pueblo o los cristos martirizados. Quizá este tradicionalismo de superficie quiera ser coherente con la raíz de nuestro mundo: los sistemas de aprovechamiento económico, las redes de intereses y clientelismos, las marcas de distinción, todos los jerarcas convertidos hoy en neoaristócratas que gustan de mezclarse con su pueblo, repartiendo caridades y favores.

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