Columna

Por teléfono

Cuentan los últimos viajeros llegados de Moncloa que el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ha nombrado por teléfono a los nuevos ministros que ayer juraron sus cargos ante el rey Juan Carlos. Esta modalidad telefónica vendría a confirmar que estamos en la égida de las nuevas tecnologías. Porque, naturalmente, tanto el teléfono desde el que llama el presidente como los teléfonos que reciben sus llamadas son teléfonos móviles de última generación. De aquellos míticos gabinetes telegráficos de la Presidencia y de los Ministerios, que eran capaces de localizar donde fuera a no ...

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Cuentan los últimos viajeros llegados de Moncloa que el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ha nombrado por teléfono a los nuevos ministros que ayer juraron sus cargos ante el rey Juan Carlos. Esta modalidad telefónica vendría a confirmar que estamos en la égida de las nuevas tecnologías. Porque, naturalmente, tanto el teléfono desde el que llama el presidente como los teléfonos que reciben sus llamadas son teléfonos móviles de última generación. De aquellos míticos gabinetes telegráficos de la Presidencia y de los Ministerios, que eran capaces de localizar donde fuera a no importa quien, ya no queda ni rastro. Ahora las llamadas son de móvil a móvil sin pasar por servicio alguno.

El sistema de nombramientos por teléfono parece destinado a garantizar el factor sorpresa, que todos los presidentes tienen en altísima estima. Tratan de evitar que les suceda como a Adolfo Suárez, a quien las remodelaciones del Gabinete se le enredaban porque trascendían con anticipación y entonces se desencadenaban maniobras tanto de los aspirantes, que se sentían postergados, como de los que se maliciaban descartados. Para los descartes es básico que la víctima se encuentre desprevenida. Cuando el régimen anterior, era célebre el procedimiento usado por el general Franco mediante motorista al que hacía portador de la carta de cese con la gratitud añadida por los servicios prestados. Para ahuyentar a semejante mensajero, aquellos ministros eran plusmarquistas de la adhesión inquebrantable.

Escarmentados, pues, por los padecimientos de Suárez, tanto Felipe González como José María Aznar se hicieron partidarios acérrimos del factor sorpresa. Pero González hacía o simulaba consultas con el Partido Socialista o con algunos de sus representantes más destacados, como podía ser en los primeros tiempos Alfonso Guerra o Carlos Solchaga en el área económica. Además, el precepto constitucional según el cual es el Rey quien nombra y separa a los ministros a propuesta del presidente se cumplía en tiempos de González mediante un despacho formal que requería alguna pompa y circunstancia. Luego, vino Aznar entusiasmado con los enigmas de su cuaderno azul, por supuesto cerrado a la curiosidad de los demás mortales. Ahora, con José Luis Rodríguez Zapatero, de creer a los cronistas, se habrían logrado nuevos avances en cuanto al sigilo conseguido.

Se asegura que de esta última remodelación nadie sabía nada, salvo la vicepresidenta primera, María Teresa Fernández de la Vega, y el secretario de Organización del PSOE, José Blanco, que tampoco estaban al corriente del alcance y los detalles. Por supuesto los cesantes fueron mantenidos en la ignorancia de su cese hasta la noche del día de autos cuando el presidente se encaró con ellos en su despacho. Y la única advertencia de víspera a quienes resultarían designados fue la de que permanecieran localizables. Así que cabe imaginar cómo habrán vivido los que se imaginaban candidatos durante las veinticuatro horas previas: inseparables del móvil y negándose a responder las llamadas habituales, en aras de evitar la coincidencia inoportuna con la esperada voz del propio presidente.

Nadie ha dudado de las atribuciones intransferibles del presidente del Gobierno para establecer la composición del Gabinete o para convocar las elecciones, pero, sin menoscabo de las mismas, cabe pensar que pudiera convenirle la búsqueda de asesoramientos o de consultas para acertar mejor en los ceses o en los nombramientos. De los salientes, a María Antonia Trujillo se la atribuye un reflejo bíblico a la usanza de Job -el presidente me nombró, el presidente me destituyó, bendito sea el presidente-, Jordi Sevilla había dejado de ser cómodo, es decir, había perdido la idoneidad para seguir, y Carmen Calvo se ha convertido en la tercera ministra que paga con su puesto unas declaraciones al diario EL PAÍS, un camino en el que la precedieron Jorge Semprún y Joaquín Almunia. En cuanto a los entrantes, ¿hubiera valido la pena una conversación previa sobre objetivos y propósitos de cada uno de los departamentos o sólo contaba su disponibilidad? Atentos.

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