Columna

La batalla de Brunete

En julio de 1937 el rumbo militar de la guerra se había comenzado a volver favorable los rebeldes de Franco, cuyas fuerzas se volcaban en el intento de liquidar el frente del norte, mediante una ofensiva bien provista de tropas y medios que amenazaba con acabar con la resistencia en Vizcaya.

La partición en dos del territorio leal a la República, conseguido por Emilio Mola desde el verano de 1936, cuando tomó gran parte de Guipúzcoa, significó también el aislamiento de la zona norte con la frontera terrestre francesa, lo que se completaba con el bloqueo naval.

En esas condiciones...

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En julio de 1937 el rumbo militar de la guerra se había comenzado a volver favorable los rebeldes de Franco, cuyas fuerzas se volcaban en el intento de liquidar el frente del norte, mediante una ofensiva bien provista de tropas y medios que amenazaba con acabar con la resistencia en Vizcaya.

La partición en dos del territorio leal a la República, conseguido por Emilio Mola desde el verano de 1936, cuando tomó gran parte de Guipúzcoa, significó también el aislamiento de la zona norte con la frontera terrestre francesa, lo que se completaba con el bloqueo naval.

En esas condiciones, el jefe del Estado Mayor republicano, Vicente Rojo, ideó una maniobra que tenía dos posibles objetivos. El primero, el más sencillo, distraer la atención de los ejércitos rebeldes. El segundo, el más ambicioso, partir la comunicación entre el sur y el norte franquista y provocar el colapso de su capacidad militar.

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Brunete era el centro de la operación. El recién formado ejército de maniobra, basado en unidades comunistas, debería tomar la iniciativa y atacar en dirección sur desde las posiciones cercanas a la sierra. El coronel Jurado desde Vallecas haría una pinza para reunirse con ese ejército y cortar la carretera de Extremadura, dejando en una bolsa a las tropas que asediaban Madrid.

Para ello, Rojo contaba con numerosas fuerzas ya constituidas en un ejército que había abandonado su carácter miliciano. Unos 100.000 hombres organizados en dos cuerpos de ejército se lanzaron sobre unos 50.000 rebeldes. El primer impulso fue realmente eficaz. Se consiguieron romper las defensas enemigas y avanzar de forma impetuosa en las direcciones fijadas. Sin embargo, muy pronto la ofensiva resultó contenida. La causa, la inexperiencia de los mandos y de las tropas, que no supieron explotar ese éxito inicial y se entretuvieron en sofocar centros de resistencia, como los de Brunete y Quijorna, dando así tiempo a Franco a sacar tropas del norte y pasar a la contraofensiva en una semana.

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El general Enrique Varela, uno de los más fieles oficiales a Franco, contraatacó en dirección a la carretera de La Coruña, y llegó a plantearse la posibilidad de retomar el asalto a la capital.

Fue una lucha bestial, en unas condiciones climatológicas muy duras. La sed y el calor fueron tan negativas para los hombres como la metralla. Y entre los republicanos se produjo un efecto que no era desconocido: las flamantes tropas de Enrique Líster, que incluían a la brigada Lincoln, fueron víctimas de una espantada que estuvo a punto de provocar la catástrofe en el frente de Madrid. Líster lo arregló con su habitual contundencia mandando fusilar a cientos de sus soldados para que sirvieran de ejemplo a los cobardes.

A los 10 días, la batalla había acabado. Rojo consiguió parar la contraofensiva, y Franco no cedió a las propuestas de Varela de continuarla con todas las fuerzas. De inmediato, una vez reorganizadas sus fuerzas, Franco reinició la ofensiva contra el norte que le daría la victoria completa en ese frente en septiembre. Brunete no sirvió más que para que miles de hombres encontraran la muerte.

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