Editorial:

Pactos con traidores

Algunos de los pactos alcanzados después de las elecciones municipales no son sólo una constatación de que los más gruesos exabruptos están autorizados en campaña; son, además, una prueba fehaciente de que los principios tienen vigencia limitada en política. De unos años a esta parte, cada campaña electoral gana en virulencia verbal gratuita, como si ya se hubiera instalado en la mentalidad de los estrategas de partido la idea de que la victoria exige mejores insultos, no mejores programas. La paradoja reside, además, en que la mayor parte de los candidatos se presentan ante sus potenciales el...

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Algunos de los pactos alcanzados después de las elecciones municipales no son sólo una constatación de que los más gruesos exabruptos están autorizados en campaña; son, además, una prueba fehaciente de que los principios tienen vigencia limitada en política. De unos años a esta parte, cada campaña electoral gana en virulencia verbal gratuita, como si ya se hubiera instalado en la mentalidad de los estrategas de partido la idea de que la victoria exige mejores insultos, no mejores programas. La paradoja reside, además, en que la mayor parte de los candidatos se presentan ante sus potenciales electores como una víctima de agresiones injustificables cuando, al mismo tiempo, no deja de perpetrarlas. Pero lo que ha ocurrido en algunos municipios y comunidades a la hora de conformar las mayorías va más lejos de la simple convalidación del insulto como recurso político.

La lucha contra el transfuguismo ha sido uno de los pocos acuerdos alcanzados entre el Gobierno y la oposición desde que la política española se adentró por la senda del barrizal, y sirvió para dar estabilidad al sistema y para avanzar en el respeto escrupuloso de la voluntad de los electores. La estrechez del margen de votos, unida a la crispación entre los dos partidos principales, ha propiciado pactos municipales y autonómicos con candidatos surgidos de una traición a las siglas bajo las que concurrieron en el pasado.

Es lo que ha sucedido, por ejemplo, en Cáceres y en Almería, capitales en las que el PSOE no ha tenido escrúpulos en pactar con miembros de escisiones del PP, cuya trayectoria política no aconsejaba conferirles ninguna responsabilidad pública. Para no ser menos, los populares han pactado, también en Almería, aunque esta vez en el Ayuntamiento, con una fuerza surgida de sus propias filas. Y otro tanto ha ocurrido con algunos candidatos y partidos implicados en casos de corrupción, siendo el episodio más llamativo el de los socialistas y el Partido Insular de Lanzarote (PIL), cuyo máximo dirigente, Dimas Martín, ha hecho campaña desde la cárcel.

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El PP, por su parte, no ha renunciado a formar gobierno con Coalición Canaria aunque para ello haya tenido que dejar de lado su propuesta para que gobernasen las fuerzas más votadas y sus objeciones al nuevo Estatuto de autonomía, que hasta ahora presentaba como insalvables. En Navarra, el diputado por UPN Jaime Ignacio del Burgo ha ofrecido retirar de la circulación su libro Navarra, el precio de la traición para facilitar un acuerdo de su partido con los socialistas, que han pasado a ser considerados como impecables defensores de la Constitución cuando, hasta la víspera, eran tachados de traidores a la comunidad foral. Si el ejercicio de la política tiene algo de pedagogía, está claro que las elecciones del 27-M y los pactos posteriores arrojan un pobre balance.

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