Reportaje:Primer aniversario de la tragedia del metro

"Hemos sido olvidados"

Víctimas y heridos reconstruyen el día del accidente y el año transcurrido desde entonces

El trayecto iba a ser corto. Diez minutos, máximo un cuarto de hora desde que cogían el tren. En el bar Madrid les habían dado enseguida la cuenta después de tomarse un café, no almorzar y no tener ni idea de que aquella mañana medio bocadillo les hubiera cambiado la vida. Tenía que ser corto y sin embargo aquel trayecto que empezó el 3 de julio de 2006 todavía no ha terminado.

La primera parada verdadera llegó en una curva entre las estaciones de Plaza de España y Jesús. Cuando Ana Esplugues y Carmen Íñiguez, que iban conversando de pie justo detrás de la cabina del conductor, descubri...

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El trayecto iba a ser corto. Diez minutos, máximo un cuarto de hora desde que cogían el tren. En el bar Madrid les habían dado enseguida la cuenta después de tomarse un café, no almorzar y no tener ni idea de que aquella mañana medio bocadillo les hubiera cambiado la vida. Tenía que ser corto y sin embargo aquel trayecto que empezó el 3 de julio de 2006 todavía no ha terminado.

La primera parada verdadera llegó en una curva entre las estaciones de Plaza de España y Jesús. Cuando Ana Esplugues y Carmen Íñiguez, que iban conversando de pie justo detrás de la cabina del conductor, descubrieron sorprendidas que ya no estaban en el vagón. Palpando, identificaron las vías. Ana, que es enfermera, se hizo un diagnóstico inmediato: las dos piernas rotas. Se llamaron. En unos segundos identificaron otro peligro: un convoy podía llegar en sentido contrario y acabar de rematarlas. Así que se arrastraron por el fondo mojado y gomoso del túnel, pegaron la espalda contra la pared, intentaron calmar a un chaval que saltaba intentando subir al tren mientras oían a una mujer pedir auxilio y, más lejos, como el llanto de un niño. Por lo demás, todo estaba tranquilo.

"Es una espina clavada. La enterramos sin que nos dejaran verla, y podía ser cualquiera"
Identificaron otro peligro: un convoy podía llegar en sentido contrario y rematarlas

-Daba la sensación, esto lo he contado muchas veces, de que nosotras habíamos tenido mala suerte y el resto del mundo estaba perfectamente en el vagón.

Ni Carmen ni Ana sabían que acababan de sobrevivir al accidente más grave del metro en España. Un accidente tan terrible que dejó casi el mismo número de muertos, 43, que de heridos, 47.

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Todos los que la vieron aseguran que Ana permaneció consciente hasta llegar a Urgencias. "Decían los bomberos que estábamos tan negras que a mí solamente se me veían los ojos". Los mismos ojos azules que ahora -sentada en una cafetería, en un mediodía en el que el aire quema tanto que Valencia parece el Sáhara- hay que mirar varias veces para convencerse de la intensidad del color.

La segunda parada de Ana llegó el 18 de julio, el día de su cumpleaños, cuando recuperó la consciencia en una cama de Cuidados Intensivos después de 15 días conectada a un respirador. Ignora cuántas operaciones llevaba pero calcula que desde entonces la han sometido a más de 10. Anda, con muletas, pero ha perdido mucha movilidad. Llegar hasta la esquina es casi una hazaña. Llegar más lejos es una locura.

Carmen camina sin problemas. Sólo alguna cicatriz indica que ha pasado por lo que pasó. Hay golpes que la vista no puede adivinar.

-Tuve un traumatismo craneoencefálico y una rotura de ligamentos. Estaba toda contusionada pero la verdad es que era más o menos leve. Bueno, aborté. Estaba embarazada y lo perdí.

Al salir del hospital el trayecto entró en la fase de rellenar varias veces los mismos papeles; entrar en consultas de especialistas a los que nada parecía conectar; pedir zapatos ortopédicos en invierno, esperar dos meses y recibirlos en primavera, cuando ya no servían; sentirse afortunadas de que los de alrededor tiraran de ellas y, llegado el caso, sacar fuerzas de flaqueza y tirar ellas de los demás.

Dice Carmen que, con todo lo que le quitó, sobrevivir al accidente le dio una perspectiva nueva. Que a veces se para y dice: "¡Estoy contenta de estar aquí!". Algo parecido a lo que Ana llama no perder el tiempo "con las nieblas en la cabeza".

En otros casos, la niebla sigue siendo espesa.

Paco enlaza un cigarro tembloroso con otro, mezcla del hundimiento moral y la indignación. Su voz es ronca y pausada, sólo interrumpida por las lágrimas cuando recuerda aspectos cotidianos de Rosa, su mujer, muerta en el accidente hace justo un año. Sin la tragedia superada, este prejubilado de banca de 54 años, vecino de Torrent, decide compartir su dolor "para combatir el olvido" de los políticos y lo que es peor, "de la gente".

"Lo peor es ir pegando carteles por Colón y que la gente te pregunte: ¿Aún estáis con eso?, pero si fue el conductor", explica perplejo. "Me han llegado a preguntar sobre qué accidente protestamos", apostilla su hijo Paco, de 24 años. Comparte nombre, mirada triste y profesión con su padre. Atiende a la entrevista después de su primer día de trabajo. Se graduó cuatro días después del accidente. Su madre no vio a su único hijo como licenciado.

"Mi última imagen de ella es feliz, preparando la graduación de mi sobrino", describe Amparo, la hermana de Rosa. "Pasábamos horas al teléfono", recuerda Amparo, que no lo supera. Después de escudarse en el trabajo, decidió, hace dos meses, que no daba para más. "Me cogí la baja". Cree que esa última imagen optimista de Rosa le tapona el futuro. "No nos dejaron verla. Me hubiera bastado un brazo. No la vi muerta y no lo admito".

"Es una espina clavada. La enterramos y podía ser cualquiera", recuerda sereno Paco. Su padre no participa, admite que sigue en estado de choque. Una sensación cada vez más alejada de la calle. Para muchos, el dolor de las víctimas desapareció cuatro días después de la tragedia, con la visita del Papa. Después llegó el archivo del caso, las Fallas, la Copa del América, las elecciones... Todo ha contribuido a diluir el dolor.

Para los Manzanaro, como para muchas víctimas, el trayecto no ha acabado. Recuerdan el 3 de julio de 2006 con nitidez. "Llegué a mediodía a mi casa y mi madre no estaba. Me extrañó. Se habrá ido a Valencia, pensé", dice Paco. "Me hice la comida, puse la tele, y me enteré del accidente, pero no sabía si ella había cogido el metro. Esperé y llamé a mi tía. No quise asustar a mi padre. Mi madre no usaba el móvil. A las cinco no aguantaba más y avisamos a mi padre".

Paco (padre) continúa. "Nos acercó un compañero. Preguntamos a todo el mundo, pero nadie sabía nada. Esperábamos que apareciera viva en algún otro lugar. El metro estaba parado y era lógico que no pudiera volver a Torrente". Interrumpe su hijo: "La única que nos dijo la verdad fue Rita Barberá. Le pregunté a Camps qué pasaba si no aparecía en la lista de heridos. No supo qué decirme, me dio largas. Rita me dijo que si no estaba, había muerto. Me preguntó el parentesco con la víctima. Mi madre, le dije, y me abrazó".

Después se lanza a contar su experiencia cuando, siete meses después, volvió a un vagón. "No suelo coger el metro, pero necesitaba ver la escena. Todos los recuerdos me pasaron por la cabeza". Su padre añade: "Monté días después y casi me bajo en la estación de antes". "Yo no he vuelto a montar", reconoce Amparo. Intercambian opiniones sobre qué iba a hacer Rosa en Valencia. "Llevaba unos pantalones a una tienda por Patraix", opina Paco (padre). Amparo le contradice. Se esfuerzan en adivinar ese detalle. Parece banal, pero esconde la impotencia de perder una mujer, madre o hermana sin una despedida.

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