Editorial:

'Líneas rojas' europeas

Más vale que no haya resultado a un mal acuerdo sobre el tratado simplificado que ha de sustituir a la fracasada Constitución europea. Así ha de ser en la cumbre que empieza esta tarde en Bruselas, pero no en el sentido que le dio ayer la titular de Exteriores británica, Margaret Beckett, sino el que le otorga un Gobierno como el español: en este proceso de rebajas hay unos mínimos que no se pueden rebasar.

Tony Blair negoció y firmó personalmente el Tratado Constitucional Europeo en 2004. Haberse echado atrás, ahora que se va, no le hace digno de aspirar a puesto alguno en la UE, menos...

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Más vale que no haya resultado a un mal acuerdo sobre el tratado simplificado que ha de sustituir a la fracasada Constitución europea. Así ha de ser en la cumbre que empieza esta tarde en Bruselas, pero no en el sentido que le dio ayer la titular de Exteriores británica, Margaret Beckett, sino el que le otorga un Gobierno como el español: en este proceso de rebajas hay unos mínimos que no se pueden rebasar.

Tony Blair negoció y firmó personalmente el Tratado Constitucional Europeo en 2004. Haberse echado atrás, ahora que se va, no le hace digno de aspirar a puesto alguno en la UE, menos aún el de presidente del Consejo como sugiere Sarkozy. Menos importa, sin embargo, que Londres, perseverando en su error histórico, opte por quedarse al margen de algunos capítulos, siempre que no impida avanzar a los demás.

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La regla del juego en esta Unión sin demos (pueblo) es que los tratados se cambian por unanimidad de los Estados. Es comprensible que tras el triunfo del no en los referendos en Francia y Holanda se busque otra salida que, desgraciadamente, sólo puede ser menos ambiciosa que la original. España sí lo aprobó por referéndum consultivo. El Gobierno y el PP no deben dar por supuesto que el resultado, si lo hay, no merece un nuevo plebiscito. En buena lógica sería lo más democrático y consecuente.

El texto constitucional se excedió quizás en su léxico al llamar Constitución a lo que no lo era, y al introducir otros valores simbólicos. Si otros tratados anteriores lanzaron el mercado único o la moneda común, el eje central de éste era la política exterior. Para lograrla es imprescindible, llámese como se llame, un ministro de Asuntos Exteriores de la UE que permita impulsar una política auténticamente común, en la que los medios (dinero para la cooperación, delegaciones en el mundo de la Comisión Europea) y la concepción y gestión política (del Consejo) queden bajo unas mismas manos.

Ésta es una línea roja irrenunciable, que el Gobierno ya ha marcado. Hay otras, respecto a la personalidad jurídica de la Unión, la extensión de la mayoría cualificada, la política común de inmigración y la política de seguridad interna, la flexibilidad en materia de defensa, el avance en la gobernanza económica en la zona euro, una Carta de Derechos Fundamentales con valor jurídico, o la cláusula de solidaridad ante desastres naturales o ataques terroristas, que son también irrenunciables.

El Gobierno español insistió en que antes de negociar la forma debía aclararse el contenido del nuevo tratado. No lo consiguió. Ahora debe asegurarse de conseguir estos mínimos. Otra cosa sería un insulto a los que votaron en el referéndum de febrero de 2005.

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