Tribuna:

Lo arcaico y lo moderno

El profeta británico del progreso Herbert Spencer, que vivió a finales del siglo XIX, escribió sobre los contrastes entre las sociedades industriales modernas y las militares arcaicas. Las modernas valoraban el comercio, la cooperación, el trabajo, mientras que las antiguas ponían énfasis en la guerra, la conquista y la dominación. Mientras él escribía desde el tranquilo sur de Inglaterra, Europa se preparaba para la destrucción y las carnicerías de la Primera Guerra Mundial. Pero Spencer no mencionó la compleja influencia que la Royal Navy, la principal fuerza militar de su país, ejercía en t...

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El profeta británico del progreso Herbert Spencer, que vivió a finales del siglo XIX, escribió sobre los contrastes entre las sociedades industriales modernas y las militares arcaicas. Las modernas valoraban el comercio, la cooperación, el trabajo, mientras que las antiguas ponían énfasis en la guerra, la conquista y la dominación. Mientras él escribía desde el tranquilo sur de Inglaterra, Europa se preparaba para la destrucción y las carnicerías de la Primera Guerra Mundial. Pero Spencer no mencionó la compleja influencia que la Royal Navy, la principal fuerza militar de su país, ejercía en toda la estructura de su economía y su sociedad. No se detuvo en las conquistas británicas. Pasó por alto que Prusia había convertido toda Alemania en un gran campamento militar, al mismo tiempo que el país se industrializaba. En el lejano Japón, donde contó con lectores entusiastas, las clases dirigentes japonesas habían hecho de la modernización militar un vehículo fundamental para su irrupción en el escenario mundial.

El pluralismo, la formación de esferas institucionales separadas que definen la familia, la comunidad local, la iglesia (o iglesias), el mercado y el Estado, es la marca indeleble de las sociedades modernas. Y, sin embargo, las sociedades europeas habían empezado a militarizarse por completo ya antes de que los monarcas absolutos vencieran a los señores feudales. Los mandos militares siguieron estando profesionalizados, como en la Edad Media, pero pasaron a tener dos ocupaciones, de forma que eran, al mismo tiempo, terratenientes, funcionarios del Estado, incluso empresarios y, desde luego, especuladores imperiales.

La Francia revolucionaria, con su leva masiva, extendió la lógica de esa dualidad a la sociedad entera. La nación alzada en armas convirtió en ciudadanos a campesinos y obreros, sacados temporalmente de sus circunstancias lingüísticas o provinciales.

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La supuesta excepción, Estados Unidos, no lo es en realidad. Es cierto que, hasta la Guerra de Secesión, no tuvimos nunca un gran ejército. Había una pequeña fuerza de tierra y una marina; sus oficiales -un dato significativo- ocuparon de forma muy competente los puestos de mando de ambos bandos durante la guerra. Los reclutas de a pie, en su mayoría, no necesitaban instrucción para utilizar las armas.

La posesión universal de armas en los primeros tiempos de la república estadounidense sirvió para facilitar la administración semilegal de justicia, la defensa contra las revueltas de esclavos y la represión y extinción de los nativos, los indios americanos. La Guerra de Secesión no sólo fue la primera guerra en la que intervinieron los ferrocarriles y los buques acorazados y de vapor. Fue además una lucha ideológica entre dos concepciones de la expansión militarizada por el continente que había empezado con las primeras colonias inglesas. Las guerras, grandes y pequeñas, han sido siempre un crisol del nacionalismo norteamericano, igual que los conflictos que vivió Europa del siglo XVII al XX (si es que terminaron entonces). Un presidente estadounidense culto y cosmopolita, Theodore Roosevelt, construyó una marina preparada para intervenir en cualquier parte del mundo. Era además un defensor del progreso social, e hizo un uso consciente del nacionalismo para integrar en el país al enorme grupo de inmigrantes que llegaron a Europa en los años posteriores a la guerra de Secesión (1861-1865), muchos de ellos ni anglosajones ni protestantes. Existe una fotografía en la que aparece montado a caballo junto a su amigo el Káiser Guillermo II de Alemania; es evidente que el prusiano y el yanqui compartían las mismas ideas de poder nacional.

El presidente Wilson llevó a Estados Unidos a la guerra contra Alemania en nombre de la democracia, la paz internacional y los derechos univer-

sales, y transmitió un legado militarista a sus sucesores.

El Estado militarizado moderno se mueve por una fuerza de inercia prodigiosa. De él dependen grandes grupos de intereses. Los ejércitos y las burocracias gozan del poder y los privilegios que les confiere. Es la base de sectores industriales enteros: como asesor de nuestro sindicato del automóvil, el otrora poderoso United Automobile Workers, en los años ochenta trabajé con sus dirigentes para lograr acuerdos de control de armamento con la URSS. Mientras tanto, el sindicato luchaba para que siguiera produciéndose el bombardero B-1, que fabricaban sus miembros. Gran parte del mundo universitario estadounidense, en las áreas de las ciencias naturales y sociales, está integrada en la maquinaria imperial.

Los "expertos" que ahora preferirían que nos olvidáramos de cómo insistían en la "victoria" en Irak me recuerdan al beligerante maestro de la novela de Remarque Sin novedad en el frente, que echa en cara a un soldado que ha vuelto su falta de valor. La preocupación por la virilidad y el nacionalismo residual impregnan de un primitivismo muy penetrante incluso a los sectores más cultos de poblaciones aparentemente modernas.

La convicción generalizada de que las naciones vecinas y los enemigos internos eran unas amenazas existenciales hizo que, hasta 1945, los europeos tolerasen la barbarie sistemática. La destrucción de ciudades mediante bombas y cohetes, las expulsiones, los pogromos y las campañas de exterminio se terminaron, pero detrás llegó la aceptación de que había que prepararse para la guerra nuclear (y, en el caso de Francia, las crueldades de la guerra de Argelia, que estuvieron a punto de acabar con la democracia francesa). La presunta amenaza de atentados e invasiones de carácter islámico es el nuevo incentivo para mantener la peculiar fusión de arcaísmo y modernidad existente en Estados Unidos y Europa desde hace siglos.

Está por ver si la sobriedad de los europeos occidentales después de 1945, su clara resistencia a suceder a las generaciones anteriores en los campos de batalla y su rechazo a la subordinación a un Estados Unidos que está muy lejos de ser tan progresista como afirman sus defensores acabarán desembocando en la invención de una modernidad política duradera. Las pruebas siguen siendo ambiguas.

Norman Birnbaum es profesor emérito en la Facultad de Derecho de Georgetown, y autor, entre otros libros, de Después del progreso. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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