Análisis:

"... y siempre con risa"

CUANDO ENTRÓ Bill Clinton en la sala donde el último congreso de la lengua le dedicó a Gabriel García Márquez el homenaje a sus 80 años (y a los cuarenta de Cien años de soledad) resonaban allí aún los ecos de lo que Belisario Betancur había contado que era el antecedente de Macondo. Después del descubrimiento de Colombia, contó el ex presidente, Colón escribió: "No hay mejor gente ni mejor tierra" que aquella que estaba señalando; no hay mejor gente "y siempre con risa".

Cuatro siglos más tarde esa tierra y esa gente se convirtieron en Macondo, y ya para los siglos sucesivos Mac...

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CUANDO ENTRÓ Bill Clinton en la sala donde el último congreso de la lengua le dedicó a Gabriel García Márquez el homenaje a sus 80 años (y a los cuarenta de Cien años de soledad) resonaban allí aún los ecos de lo que Belisario Betancur había contado que era el antecedente de Macondo. Después del descubrimiento de Colombia, contó el ex presidente, Colón escribió: "No hay mejor gente ni mejor tierra" que aquella que estaba señalando; no hay mejor gente "y siempre con risa".

Cuatro siglos más tarde esa tierra y esa gente se convirtieron en Macondo, y ya para los siglos sucesivos Macondo y Colombia tendrán su propia seña de identidad en la novela más famosa -su autor no cree que sea la mejor- del hijo del telegrafista de Aracataca. García Márquez la escribió de una larguísima sentada, acosado por el hambre, el insomnio y la incertidumbre, y la hizo tan sólo -se lo ha dicho a sus exégetas más insistentes- para recordar lo que le contó su abuelo en su casa de niño y de adolescente, antes de irse a buscar mundo.

El modo en que García Márquez contó la escritura de Cien años de soledad desmintió por completo la solemnidad de los que han perseguido la obra para interpretar el realismo mágico; ni es mágico ese realismo, ni es realismo. Es gabismo, un modo especial de escritura que combina la realidad con la ensoñación partiendo tan sólo de un material: el material de la realidad contada por otros. La capacidad de fabulación de García Márquez viene del hambre, en esa y en otras novelas, y no sólo del hambre física que amenazó a su familia en los momentos en que Gabo era como el coronel, no tenía quien le dotara, y estaba expuesto a responder, cualquier mañana de sus insomnios, a la llamada de la mujer sobre qué habrían de comer al día siguiente: "Mierda".

Como rememoró él en público y en privado, la capacidad que tuvo Mercedes Barcha, su mujer, para convertir la nada en pan o en frijoles negros o en arroz fue prodigiosa. Sobrevivieron, el libro se público sin fanfarria pero con un coro que desafió los stocks editoriales; fue el boca a boca más grande jamás habido en el mundo de las librerías; consolidó pasiones lectoras y literarias, convocó a multitudes de imitadores, y sobrevivió como obra maestra porque resultaba inimitable.

Hoy se dice mucho que Gabo escribió el libro para reconstruir el mundo: tan sólo lo copió, en el mejor sentido de la palabra. Aracataca se parece hoy también al Macondo que nosotros leímos hace ahora cuarenta años, en la edición cuya portada ilustró Vicente Rojo, acaso por el tiempo en que el destacado pintor español radicado en México pintaba (¿o no los pintó él?) algunos de los cuadros que Max Aub le regaló a Josep Torres Campalans.

Un día hice en Colombia una encuesta sobre qué pensaron los colombianos de hoy cuando leyeron por primera vez ese libro. Uno de los requeridos, Juan Gustavo Cobo Borda, un gran especialista en Gabo, dijo: "Reír, qué íbamos a hacer, reír". Pensaban, acaso, que por ahí afuera iban a decir que era realismo mágico, pero ellos sabían que era casi lo mismo que habían visto los descubridores al encontrarse con Colombia.

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