Tribuna:

El funeral del 68

Nicolas Sarkozy anunció en campaña el entierro de Mayo del 68, pero, una vez alcanzada la presidencia de la República, ni siquiera se ha tomado la molestia de organizar un funeral. Al contrario, para dar credibilidad a sus promesas de apertura ha confiado la política exterior de Francia al activista Bernard Kouchner, la figura más popular de la izquierda, que construyó su liderazgo personal con materiales procedentes de los adoquines del Barrio Latino.

Antes de que el año próximo, al cumplirse cuarenta años del 68, nos caiga encima una avalancha de mitología de derribo y de contramitolo...

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Nicolas Sarkozy anunció en campaña el entierro de Mayo del 68, pero, una vez alcanzada la presidencia de la República, ni siquiera se ha tomado la molestia de organizar un funeral. Al contrario, para dar credibilidad a sus promesas de apertura ha confiado la política exterior de Francia al activista Bernard Kouchner, la figura más popular de la izquierda, que construyó su liderazgo personal con materiales procedentes de los adoquines del Barrio Latino.

Antes de que el año próximo, al cumplirse cuarenta años del 68, nos caiga encima una avalancha de mitología de derribo y de contramitología barata, intentaré responder a dos cuestiones: ¿por qué el análisis de Sarkozy sobre el 68 es equivocado?; ¿por qué lo utilizó Sarkozy en la campaña electoral?

Sarkozy comete dos errores. Uno, muy propio de los franceses: no acordarse de que en el 68 no sólo pasaron cosas en Francia. Otro, muy propio de la derecha: no darse cuenta de que el capitalismo, por su capacidad de mutación (que fue una de las razones de su superioridad sobre el comunismo), y la derecha liberal han sido beneficiarios principales del 68.

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En el 68 el mundo se vio salpicado de revueltas, con una universalidad sin precedentes. La conocida capacidad de Francia para lanzar sus productos al mercado de gadgets político-culturales no tiene que hacernos olvidar todo lo demás: la revuelta de los universitarios americanos en Berkeley, de los alemanes en Berlín, de los obreros polacos, de los ciudadanos checos en la Primavera de Praga, bruscamente abortada por las tropas del Pacto de Varsovia, de las clases populares mexicanas, reprimidas con la matanza de la plaza de la Tres Culturas, de los obreros y los estudiantes del otoño caldo italiano o de los jóvenes de Tokio o Seúl. En sus enormes diferencias, todos estos movimientos tenían un elemento en común: la lucha contra los corsés autoritarios, políticos pero también culturales y morales, que atenazaban a estos países. Eran movimientos de ruptura con unos sistemas de creencias y de costumbres obsoletos que bloqueaban la eclosión de la nueva modernidad. De ahí su carácter libertario: contra las maneras de hacer de los sistemas establecidos. El discurso era anticapitalista en Occidente y anticomunista en el Este, pero en todos los casos era profundamente antisoviético. Éste es un factor clave del 68. Por eso incomodaba tanto a los partidos comunistas europeos, que allí empezaron a perder su hegemonía en la izquierda. No es nada extraño que una crítica radical del totalitarismo soviético como la de los "nuevos filósofos" franceses surgiera de entre los escombros del 68.

Contaba José Bergamín que, un día de mayo del 68, paseando por el Barrio Latino, se encontró en la puerta del Ministerio de Cultura. El edificio estaba abierto, no había vigilancia, los salones del poder estaban al alcance de la calle, como era propio de aquellos extraños días. Bergamín entró, fue avanzando por los pasillos hasta alcanzar el despacho del ministro sin que nadie saliera a su paso. La puerta estaba entreabierta y, al verle, André Malraux corrió hacia él y, al tiempo que le abrazaba, le dijo: "Felizmente, tenemos el partido comunista". Curiosamente, hace unas semanas, André Glucksmann me contó que ésta fue la misma frase que su maestro Raymond Aron le dijo al despedirse un día de aquel insólito mayo. Sólo faltaba añadir: "Conservadores del mundo, uníos". Efectivamente, fue así. El PCF y los sindicatos cerraron la crisis firmando con el Gobierno los acuerdos de Grenelle. Un mes después, la derecha francesa, ante una izquierda que había sido desbordada totalmente por unos manifestantes que carecían por completo de proyecto político, consiguió la más amplia mayoría de su historia. Eso no impidió, sin embargo, que el efecto político más directo de aquella movida fuera la caída del general De Gaulle, un año más tarde. Si alguien representaba los valores que encorsetaban a aquellos jóvenes era el general-presidente. Aquella caída, que tuvo algo de retirada voluntaria, confirmaba que el general se sentía fuera de su tiempo, como había demostrado con su desconcertante decisión de abandonar el país en plena crisis para ir a consultar al general Massu en Alemania.

Pero, más allá de esta circunstancia francesa, el año 68 marca en el mundo el inicio de la transición liberal, que tendría su gran eclosión en 1989 con el hundimiento de los sistemas de tipo soviético. Y esto es lo que incomprensiblemente escapa, a menudo, al análisis de la derecha. Los delirios maoístas -que tan pronto se volatilizaron- formaban parte del gratinado y no deben confundirnos sobre los elementos de fondo del cambio. Ni el capitalismo que los líderes del 68 criticaban tiene nada que ver con el capitalismo actual, ni el comunismo contra el que se movilizaban en Praga o en Polonia existe ya. A veces se utiliza el terrorismo de extrema izquierda europea de los años setenta para denostar la herencia del 68. Es cierto que en un sector de la extrema izquierda se planteó entonces el debate sobre el uso de la violencia. Pero fue muy residual, especialmente en Francia. La integración democrática de la gente del 68 fue muy mayoritaria. Sólo en Italia -y un poco en Alemania- el terrorismo marcó una generación. Pero allí aparecen otras complejidades como lo que algunos llamaron la "matrice" católico-comunista, una sobredosis de voluntad de verdad. En Europa el terrorismo más persistente nada ha tenido que ver con los valores del 68: ha sido el terrorismo nacionalista de ETA o del IRA.

Al enterrar el 68, ¿qué valores quería restaurar Sarkozy? Con las maneras de entender y vivir el mundo que el año 68 puso patas arriba, Sarkozy no habría podido ser presidente, porque era impensable que un hijo de inmigrante gobernara Francia; su familia no hubiese entrado en el Elysée, porque la moral de la época no hubiera aceptado que la primera familia de Francia fuera una pareja con cinco hijos, fruto de tres matrimonios y cuatro progenitores, en estado de riesgo permanente de divorcio; Ségolène Royal no hubiese sido su rival, porque era imposible que una mujer aspirara a la presidencia de la República, y así sucesivamente. Las bases de la actual sociedad del individualismo y de la autonomía del sujeto, se sientan aquel año. La transición liberal estaba en marcha. Después ésta hizo su camino, marcada por liderazgos muy alejados de los diversos espíritus del 68. El 68 no era un proyecto político, era una protesta. Pero rompió las amarras de la cultura, la moral y las costumbres de nuestros mayores, condición indispensable para que el barco de la nueva modernidad pudiera zarpar.

Entonces, ¿por qué Sarkozy jugó la carta de presentarse como el enterrador del 68? Porque le sirvió para identificar lo que Pascal Bruckner llamó la tentación de la inocencia, una cierta tendencia a la dejación de la responsabilidad encubierta en cierta negación del mal o resistencia a reconocerlo. Nicolas Sarkozy se presentó a los franceses como ariete de un proceso de ruptura. Revolución era un concepto excesivo, que, por un lado, le podía asociar a la revolución conservadora, y al mismo tiempo colocarle en ridícula simetría con la revolución del 68. Reforma era insuficiente para un candidato que quería colocar el reformismo de sus adversarios socialdemócratas en el baúl de los recuerdos del siglo pasado. La solución era la ruptura. La ruptura es menos que la revolución pero más que la reforma: requiere un cambio de mentalidades. Para significar el cambio que Sarkozy proponía era necesario definir la mentalidad a superar.

Puesto que su tierra de cultivo está en la derecha, a Sarkozy le era cómodo ir a buscar el blanco de su ruptura moral en la mitología de la izquierda. Ésta era la función del Mayo del 68 en el discurso de Sarkozy. Y si le ha sido útil es precisamente porque era una tradición ya ampliamente socializada. Su requisitoria interpelaba a todo el mundo, pero permitía a la derecha no enterarse de que, en parte, también iba por ella. Pero al acusar al Mayo del 68 incluso de los excesos del capitalismo salvaje, aunque pueda parecer un chiste, Sarkozy está reconociendo que, efectivamente, fue el origen de la transición liberal, aunque ésta después alcanzara dimensiones jamás soñadas por los que buscaban la playa debajo de los adoquines. Cargar sobre el Mayo del 68 incluso los más flagrantes excesos del capitalismo del presente no deja de ser una coartada para cuando Sarkozy se pliegue a los deseos de sus amigos de crucero. Enterrar el 68 es un ejercicio inútil porque hace tiempo que lo está. Si hay que organizar el funeral del 68, hagámoslo, pero sin mitos ni trampas.

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