Tribuna:

¿Qué economía para qué ciudad?

Un somero repaso a los programas de los partidos políticos que se presentan a las próximas elecciones en la ciudad de Barcelona, nos indica una notable preocupación por los asuntos vinculados al desarrollo económico local. Pero, al mismo tiempo, es significativo que la casi totalidad de los comentarios y propuestas se focalicen en factores de crecimiento económico que podemos catalogar como convencionales y hegemónicos. No podemos tampoco dejar de mencionar que en muy pocos casos se concede alguna atención a formas de producción y creación de valor que no sean estrictamente mercantiles, lo cua...

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Un somero repaso a los programas de los partidos políticos que se presentan a las próximas elecciones en la ciudad de Barcelona, nos indica una notable preocupación por los asuntos vinculados al desarrollo económico local. Pero, al mismo tiempo, es significativo que la casi totalidad de los comentarios y propuestas se focalicen en factores de crecimiento económico que podemos catalogar como convencionales y hegemónicos. No podemos tampoco dejar de mencionar que en muy pocos casos se concede alguna atención a formas de producción y creación de valor que no sean estrictamente mercantiles, lo cual resulta doblemente curioso. Primero, porque es precisamente en Barcelona donde existe una más que notable tradición en experiencias de economía cooperativa y en formas de producción fundamentadas en la capacidad de autogestión de los trabajadores. Y segundo, ya que uno imagina que los partidos políticos no están ahí para sancionar y dar fe de lo que existe, sino que (como pedía en estas mismas páginas Oriol Bohigas) uno esperaría que politizaran las elecciones diciéndonos hacia dónde proponen que vayamos y no sólo cómo gestionarán o expandirán lo existente.

Nos equivocaríamos radicalmente si imagináramos que esa referencia a la memoria colectiva centrada en formas de producción económica vinculadas a los principios cooperativos, a la autogestión obrera o a la economía social y solidaria, son meras reminiscencias nostálgicas que han dejado de tener sentido en un mundo globalizado, centrado en transacciones financieras sin vínculos territoriales precisos. Precisamente, esa dinámica enloquecida de fusiones, absorciones y economía bursátil ha dejado y deja espacios crecientemente significativos para que crezca y se desarrolle un tejido productivo centrado en formas de generación de valor más democráticas y social y territorialmente más sostenibles. Los programas electorales están llenos de clusters, "incubadoras de empresas", "I+D+i", "biobusiness" y demás iniciativas que quieren impulsar nuevas vías de generación de riqueza y de lugares de trabajo para la ciudad y sus habitantes. Bienvenidas sean. Pero, al margen de ello, las referencias a esas otras formas de producción económica de carácter más social y solidario, son muy circunscritas y limitadas, y en muchos casos se conectan sobre todo a las lógicas de reinserción social, ayuda a discapacitados, etcétera. En definitiva, una visión de la economía social como algo periférico, subsidiario y dependiente de las ayudas públicas.

¿Cómo podemos sacar lecciones de las experiencias pasadas que nos sirvan para el presente? ¿Podemos impulsar formas de generación de riqueza que sean social y ampliamente compartidas? ¿No deberíamos preocuparnos por impulsar cuentas de resultados empresariales que incorporen más profundidad y diversidad de impactos de todo tipo? ¿Atravesamos una coyuntura que nos permita albergar esperanzas de ciclo expansivo para este tipo de iniciativas económicas y sociales en la ciudad? Si hablamos de cooperativas, hablamos de empresas que están formadas por un conjunto de personas que asumen colectivamente su condición de empresarios. Se trata de iniciativas cuyos usuarios pueden controlarlas, aprovechando las ventajas de ser empresas en las que los papeles de empresarios, usuarios y ciudadanos pueden combinarse y solaparse. Se trata de empresas en las que cada persona cuenta, se implica y decide por igual independientemente del capital que aporte. Una empresa, en fin, que tiene inscrito en su código genético la necesidad de cooperar con el entorno y de contribuir a la formación de sus miembros. Ese conjunto de características las hacen difícilmente deslocalizables y tampoco pueden simplemente expandirse sin más, desatendiendo su compleja y rica cuenta de resultados. Hoy sabemos que los procesos de cambio social no pueden dejar de lado los procesos de cambio personal. No hay transformación social duradera si sólo confía en el cambio generado por el reemplazamiento de los que mandan en un cierto momento, por otros que prometan hacerlo mejor. Y las experiencias de economía cooperativa y social permiten entremezclar cambio social con cambio personal, compromiso social con implicación emocional en una empresa sentida como propia y que hace sentir a sus miembros como seres autónomos y productivos.

¿Puede una ciudad renunciar o no impulsar formas alternativas e innovadoras de producción económica que contribuyan a ejemplificar que existen otras formas posibles y más solidarias de producir valor más allá de las empresas convencionales? Como han señalado Jordi García y Jordi Vía, o como demostraba la composición de la reciente asamblea de la Federación de Cooperativas de Trabajo, en Barcelona y Cataluña disponemos de un patrimonio histórico significativo, y de una acumulación de experiencias, con desiguales niveles de éxito, procedentes de la crisis económica de los años setenta, surgidos en los ochenta para dar respuesta al despliegue de nuevas políticas sociales, o más recientemente generadas a partir de los nuevos movimientos ecologistas, alterglobalizadores y de cooperación y de comercio justo. Un ayuntamiento consciente debería no desaprovechar esa riqueza y pluralidad de iniciativas y de tejido y patrimonio social, impulsando políticas públicas que ayuden al despliegue y la consolidación del sector, facilitando e incentivando el trabajo intercooperativo. Y ello implica también poner en valor esa tipo de economía alternativa, que favorece un trabajo más humano, más digno y más retributivo en su sentido más pleno.

La economía social y solidaria pone el acento sobre el modelo de desarrollo que queremos para la ciudad y sobre cuál es el papel de la ciudadanía en ese desarrollo. Busca combinar el mercado con fuertes dosis de redistribución y reciprocidad. Y para que ello sea posible y esa dimensión solidaria se mantenga y fructifique, requiere tanto el compromiso social para hacer realidad la reciprocidad entre ciudadanos, como las regulaciones públicas que favorezcan los proyectos que vayan en esa línea. En ese sentido, el papel de un ayuntamiento como el de Barcelona no es en absoluto desdeñable. Puede hacer cosas, y puede, con su ejemplo, incentivar que otros lo hagan. La capacidad de contratación del municipio es muy fuerte, y cuando modifica sus políticas (como ha ido ocurriendo al ir introduciendo las llamadas cláusulas ambientales), su impacto diseminador es evidente. El propio despliegue de la ley de autonomía individual y de lucha contra la dependencia, es una nueva oportunidad al respecto. El nuevo consistorio puede contribuir a que todo ello sea posible.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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