Y Mahmud tocó un fusil

Mahmud es un niño de siete años que ahora ríe, quizá demasiado. Incluso se atreve a montar en su bicicleta y alejarse unas manzanas de su casa, en el campo de refugiados de Yabalia. A menudo, con un palo que le sirve de fusil, y que ha sido su curación. Una curación que supone un drama.

No olvidará nunca Mahmud la noche del 6 de abril de 2003. Los carros de combate israelíes se apostaron frente a su vivienda. Dispararon durante horas. La familia al completo se refugió como pudo bajo sus techos de uralita. Su padre, Ahmed, después de ver los destrozos en la casa, no entendía cómo ...

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Mahmud es un niño de siete años que ahora ríe, quizá demasiado. Incluso se atreve a montar en su bicicleta y alejarse unas manzanas de su casa, en el campo de refugiados de Yabalia. A menudo, con un palo que le sirve de fusil, y que ha sido su curación. Una curación que supone un drama.

No olvidará nunca Mahmud la noche del 6 de abril de 2003. Los carros de combate israelíes se apostaron frente a su vivienda. Dispararon durante horas. La familia al completo se refugió como pudo bajo sus techos de uralita. Su padre, Ahmed, después de ver los destrozos en la casa, no entendía cómo pudieron sobrevivir acurrucados en una de las habitaciones.

"Desde ese día, Mahmud comenzó a tener miedo a la oscuridad; nunca se separaba de nuestra casa, empezó a orinarse en la cama", recuerda su progenitor.

El pequeño era un niño inseguro y traumatizado que preguntaba a su padre por qué no peleaba con los soldados, a él, que como decenas de miles de palestinos ha purgado años de prisión en cárceles israelíes. El niño le pedía constantemente que le comprara un fusil Kaláshnikov. "Llevé al niño a varios psicólogos, porque sé que no es bueno que se familiaricen con la violencia, pero no sirvieron de nada. Mahmud seguía con los mismos problemas. Y siempre reclamando un arma. Hasta que decidí cortar por lo sano", dice Ahmed.

Acceder a un arma en Gaza es de lo más sencillo. No digamos para Ahmed, que cuenta con infinidad de familiares jóvenes en las milicias de Hamás y Yihad Islámica. Así que decidió que su hijo tocara el Kaláshnikov.

"Hace unos meses, llamé a un sobrino mío y le pedí que le enseñara el fusil a Mahmud y que lo desmontara delante del pequeño. Fue inmediato. No ha vuelto a orinarse. Y ahora se pierde por Yabalia durante horas", relata encogiendo los hombros.

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Porque, en Gaza, donde abundan los niños que a los dos años son capaces de nombrar a los líderes de las milicias, Mahmud tiene muchísimas probabilidades de acabar enrolado. "Le dejo que toque el arma alguna vez, pero ya me está diciendo que quiere disparar. No se lo permitiré hasta que sea mayor de edad", zanja Ahmed.

Este impregnarse de la violencia empieza a muy temprana edad. Es inevitable. A los habituales ataques del ejército o la aviación hebrea se suma el enjambre de cuerpos armados que pululan por cada rincón de Gaza y sus continuos choques armados.

"Normalmente", explica el psicólogo Fadel Abu Heen, "los niños empiezan a definirse políticamente a los nueve años. Pero esos padres que llevan a sus hijos de dos años a las manifestaciones están promoviendo hábitos violentos desde que nacen. Y es que, además, los jóvenes obedecen más a los jefes de sus milicias que a sus padres. Si en sus casas y en la escuela no pueden ser controlados, las facciones sí que lo consiguen. Es una situación extremadamente peligrosa".

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