Columna

Sin rodeos

Últimamente la Castellana parece un manifestódromo. Algo así como el sambódromo de Río de Janeiro pero en mal rollo. En las últimas semanas, el centro de Madrid se ha colapsado de cabreados en procesión detrás de una pancarta y rodeados, a su vez, de otros cientos de madrileños también encabronados, colapsados y en procesión pero dentro de sus coches, buscando vías alternativas a las calles cortadas. Entiendo que la repercusión mediática no sería la misma si las concentraciones se organizaran en los descampados de Valdebebas o El Pardo, pero ¿hasta qué punto tenemos que contagiarnos tod...

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Últimamente la Castellana parece un manifestódromo. Algo así como el sambódromo de Río de Janeiro pero en mal rollo. En las últimas semanas, el centro de Madrid se ha colapsado de cabreados en procesión detrás de una pancarta y rodeados, a su vez, de otros cientos de madrileños también encabronados, colapsados y en procesión pero dentro de sus coches, buscando vías alternativas a las calles cortadas. Entiendo que la repercusión mediática no sería la misma si las concentraciones se organizaran en los descampados de Valdebebas o El Pardo, pero ¿hasta qué punto tenemos que contagiarnos todos del mal humor de unos cuantos (cuando, además, muchas veces ni siquiera creemos en sus reivindicaciones)?

Hace diez días, desde la Puerta del Sol a la Cibeles desfilaron 15.000 personas. Mientras trataba de improvisar un camino suplementario y pensaba en por qué no se iba toda esa gente a su casa, escuché su eslogan: "¡Qué pasa, qué pasa, que no tenemos casa!". En ocasiones Madrid, por ser la capital, es el lugar escogido para las quejas de gente de toda España. Pero la semana pasada la marcha de Madrid era sólo un vértice de una protesta nacional a gran escala convocada en 56 ciudades. Barcelona, con 7.000 personas; Valencia, con mil; y el País Vasco, con unas doscientas, acogieron los mismos gritos de indignación y repulsa a la especulación inmobiliaria y las mismas reclamaciones por una vivienda digna ("cambio un riñón izquierdo por un cuarto derecha" decía una pancarta en Bilbao).

Las últimas manifestaciones en Madrid han sido políticas (aunque aparentemente los motivos fuesen otros), sin embargo la marcha bajo el lema La vivienda es un derecho, no un negocio convocada por la Asamblea contra la Precariedad y por la Vivienda Digna no estaba respaldada por ningún partido. Miles de jóvenes, la inmensa mayoría menores de 35 años, de estudiantes a profesionales, cantaban y vociferaban a favor de una causa noble y transparente por la que merecía la pena dar un inmenso rodeo con el coche.

Gracias a esta clase de movilizaciones, los políticos están empezando a tomar conciencia del auténtico drama de los mileuristas y su imposibilidad de mudarse a una vivienda digna (no de 30 metros cuadrados, el tamaño del cuarto de la plancha de sus padres). Es evidente que lo importante es sensibilizar a quien tiene la solución al problema, o gran parte de ella, pero también lo es encontrar aliados morales. Muchos de los jóvenes que se sienten defraudados por la situación y el momento que les ha tocado vivir, desfalcadas sus ilusiones de progreso profesional, decepcionados con sus perspectivas vitales a los treinta años, también necesitan de la comprensión de su entorno. Aún se escucha a gente argumentar, especialmente personas mayores y acomodadas, que ellos estaban peor a su edad. Desacreditar las reivindicaciones legítimas, acordes al tiempo y las circunstancias de la juventud de hoy, escudándose en que "ahora los chavales lo quieren tener todo" revela, si no envidia, una lamentable incomprensión. Cada generación tiene derecho y obligación de luchar por su bienestar, por condiciones que cree básicas y necesarias para su felicidad y, con más razón, si éstas están defendidas en la Constitución, como es el caso de una vivienda digna. Haber padecido una juventud difícil debería ser motivo para entender los problemas de los jóvenes y no para ridiculizarlos porque hayan tenido la suerte de crecer en democracia, con la posibilidad de estudiar y sin sabañones. Un ejemplo asombroso es el de José Moreno, un hombre de 57 años que perdió el pelo de pequeño tras coger el tifus por bañarse en las charcas cercanas a la chabola de Vallecas donde vivía. En los últimos años, Moreno ha construido más de 500 viviendas protegidas en Fuenlabrada. Su última urbanización consta de 402 pisos para menores de 32 a un precio de entre 82.000 y 88.000 euros. Moreno asegura que consigue vender tan barato porque no busca enriquecerse, en ocasiones ni siquiera ganar dinero. Que haya más gente con un espíritu tan altruista como el de José Moreno, que está en el Guinness por haber hecho un cocido para 3.000 personas, quizá sea pedir demasiado. Demandar que los jóvenes puedan ganarse las lentejas y que tengan un hogar donde cocinarlas, no.

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