Editorial:

Escudos y chuzos

No es un retorno a la guerra fría, pero Europa está recibiendo una ducha gélida con la nueva controversia entre EE UU y Rusia a propósito del despliegue de una decena de cohetes en Polonia y una estación de radares en la República Checa como parte del escudo antimisiles balísticos que está instalando la Administración de Bush.

Se trata de defender el territorio americano de posibles ataques con misiles de Estados díscolos, pues para el europeo la OTAN está estudiando otro programa. A lo que Rusia ha reaccionado con un lenguaje y unas amenazas impropios de un país asociado a la OTAN.
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No es un retorno a la guerra fría, pero Europa está recibiendo una ducha gélida con la nueva controversia entre EE UU y Rusia a propósito del despliegue de una decena de cohetes en Polonia y una estación de radares en la República Checa como parte del escudo antimisiles balísticos que está instalando la Administración de Bush.

Se trata de defender el territorio americano de posibles ataques con misiles de Estados díscolos, pues para el europeo la OTAN está estudiando otro programa. A lo que Rusia ha reaccionado con un lenguaje y unas amenazas impropios de un país asociado a la OTAN.

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Al recuperar bajo nuevos supuestos tecnológicos, con una eficacia aún por demostrar, el programa de la guerra de las galaxias de Reagan, y denunciar el Tratado ABM que limitaba las defensas antimisiles balísticos, Bush empezó a desmontar la arquitectura estratégica que sustentó la posguerra fría, sin haberla reemplazado antes por otra. Es peligroso. Y el mejor ejemplo es justamente el del Tratado de 1987 por el cual EE UU y Rusia, por vez primera, desmantelaron y se comprometieron a no fabricar misiles lanzados desde tierra de alcance medio e intermedio (500 a 5.500 kilómetros), en la época de los famosos euromisiles, que ahora los rusos cuestionan.

Aunque sabe que no va dirigido contra Rusia, que podría fácilmente saturar esas eventuales defensas, ya que posee miles de cabezas nucleares, Moscú se ha lanzado a denunciarlas, al considerar que se rompía así el equilibrio. Puede que Putin incluso tenga razón al protestar, pues está en juego el peligro de una nueva carrera de armamentos, pero se equivoca en el tono y en el contenido. En nada se justifican las amenazas a Polonia y la República Checa con volver a situarlas como objetivos de sus cohetes, y a anunciar que Rusia podría estar en condiciones de volver a fabricar este armamento en cinco años.

Puede ser justamente el fin que persigue Putin, que ve cómo, por una parte, países cercanos se van dotando de misiles balísticos que pueden llegar a Rusia, sin que ésta esté en disposición de replicar desde el mismo nivel. Putin, a la vez, está lanzado en una estrategia de recuperación de influencia para Rusia, ya sea mediante el uso político de sus fuentes de energía, o mediante las armas. Es de lamentar que se esté perdiendo el espíritu de cooperación que predominó a partir de 1991 con el fin del enfrentamiento entre las entonces superpotencias y el desmembramiento de una de ellas, la Unión Soviética. En 2002 Bush llegó a proponer a Rusia participar en este escudo. Todavía hay tiempo para rectificar antes de que empiece una dinámica armamentista.

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