Columna

Un Gobierno posnacional

El pasado lunes, EL PAÍS publicaba los dos rostros de las dos manifestaciones de respuesta al atentado de la T-4. La primera, la de los ecuatorianos y de los sindicatos, secundada por la mayoría de fuerzas políticas, era una ordenada exhibición, en la que sólo lucían pancartas estrictamente ajustadas a los eslóganes pactados. La segunda, la del Foro Ermua y de la derecha, era un mar de banderas rojigualdas. En mi condición de periférico y agnóstico en materia de fe nacionalista -venga de donde venga- mi empatía estaba, por supuesto, con la primera manifestación. Pero, por un momento, me imagin...

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El pasado lunes, EL PAÍS publicaba los dos rostros de las dos manifestaciones de respuesta al atentado de la T-4. La primera, la de los ecuatorianos y de los sindicatos, secundada por la mayoría de fuerzas políticas, era una ordenada exhibición, en la que sólo lucían pancartas estrictamente ajustadas a los eslóganes pactados. La segunda, la del Foro Ermua y de la derecha, era un mar de banderas rojigualdas. En mi condición de periférico y agnóstico en materia de fe nacionalista -venga de donde venga- mi empatía estaba, por supuesto, con la primera manifestación. Pero, por un momento, me imaginé a Zapatero contemplando estas imágenes. Intenté ponerme en su lugar y pensé que me resultaría inevitable un punto de preocupación: ¿a estas alturas de la historia, es posible que el grado de emancipación de los ciudadanos de un viejo y frustrante Estado-nación como España sea ya tan alto que un presidente pueda ganar las elecciones con los emblemas nacionales en manos de la oposición? ¿Es el Gobierno de Zapatero el primer Gobierno posnacional de la historia? Me gustaría poder confundir mis deseos con la realidad y poder contestar que sí. Pero tengo mis dudas. Sería realmente muy sano que la ciudadanía española demostrara con sus votos que está más allá de himnos y banderas. Lo cual haría todavía más absurdo tener a la séptima potencia mundial encallada en un debate de patrias y territorios, propio del siglo XIX. Y, sin embargo, me temo que o Zapatero recupera las banderas o tendrá problemas. En cualquier caso, el Partido Popular está convencido de ello.

La recusación del magistrado Pérez Tremps tiene la ventaja -y el riesgo- de acabar con las ficciones. Los mismos periódicos que en sus editoriales hablan de triunfo del derecho, no tienen ningún empacho en presentar la noticia como el resultado de una pugna política. La Razón: "El PP logra su primera victoria en el Constitucional contra el Estatut". El Mundo: "El Constitucional aparta a Tremps y abre la puerta al rechazo del Estatut de Cataluña". Abc: "El TC aparta a Pérez Tremps y pone en duda la viabilidad del Estatuto catalán". No sólo dan cuenta de un hecho jurídico como si fuera un acontecimiento político, sino que prejuzgan ya el resultado final. Ya no se guardan ni las apariencias: la justicia como prolongación de la política por otros medios. Si es así, si debemos aceptar que la justicia está condenada a funcionar como una tercera instancia política, entonces sería por lo menos exigible que se respetara la voluntad de los ciudadanos. Y que la mayoría judicial se adecuara a la mayoría salida de las urnas. De modo que un partido no pueda aprovechar sus años de gobierno en mayoría absoluta para garantizarse el control de la justicia cuando pierda el poder, en clara perversión de las reglas del juego.

Por lo demás, la estrategia está clara. El PP se ha dado cuenta que con el fracaso del proceso de fin de la violencia no alcanza para cargarse a Zapatero. Que la opinión pública es generosa en esta materia y premia los esfuerzos y no castiga los errores. Si algo castiga son los intentos de actuar con ventajismo. De modo que el PP busca rematar a Zapatero cargándose el proceso de reformas autonómicas. La marabunta de banderas de la manifestación y las presiones sobre los magistrados del Constitucional forman parte de una misma maniobra. Si el Tribunal Constitucional se carga el Estatuto catalán, el conflicto institucional es de órdago -el Estatuto ha sido aprobado por dos Parlamentos y un referéndum-, una pieza clave de la estrategia de Zapatero -el rediseño de la España autonómica- se desmorona, y el PSOE difícilmente resistirá las tensiones entre periféricos y jacobinos. Éste es el cuento de la lechera del PP, que a través del poder judicial quiere conquistar lo que perdió en las urnas. Zapatero tiene recursos para impedir que el cántaro llegue a su destino, a pesar de haber demostrado una falta de control de los poderes del Estado que resulta preocupante. Tal como se está jugando la política en España, lo que debería ser una buena noticia democrática -que a un Gobierno se le escapen los jueces- produce vértigo y dudas sobre la capacidad del Ejecutivo. Con todo, la cuestión de fondo es la del principio: ¿es posible un Gobierno posnacional en España?

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