Columna

'Cementimientos'

Estamos perdiendo las referencias. Por un lado el cambio climático nos convierte los inviernos en primaveras y el paraíso del verano en un infierno y, por otro, los políticos nos trastocan los paisajes. Los españoles que veraneaban en la costa durante los sesenta contemplaron la dramática transformación de esos pueblos. Las aldeas pesqueras, debido a la explosión del turismo, se transfiguraron poco a poco en Benidorms, en ciudades con rascacielos; los puertos pasaron a ser clubes marítimos, los cines al aire libre multisalas en centros comerciales y las conchas de recuerdo, cogidas en la orill...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Estamos perdiendo las referencias. Por un lado el cambio climático nos convierte los inviernos en primaveras y el paraíso del verano en un infierno y, por otro, los políticos nos trastocan los paisajes. Los españoles que veraneaban en la costa durante los sesenta contemplaron la dramática transformación de esos pueblos. Las aldeas pesqueras, debido a la explosión del turismo, se transfiguraron poco a poco en Benidorms, en ciudades con rascacielos; los puertos pasaron a ser clubes marítimos, los cines al aire libre multisalas en centros comerciales y las conchas de recuerdo, cogidas en la orilla, souvenirs en las tiendas con el nombre del pueblo escrito a mano en su vientre.

Los treintañeros estamos experimentando ahora una mutación del entorno costero casi tan dramática como la que vivieron nuestros padres. La especulación urbanística se ha disparado en los últimos años volatilizando las calas y los descampados donde jugábamos al fútbol, las terrazas donde invitamos a un trina a nuestro primer amor. Los madrileños hemos perdido el escenario de los recuerdos estivales pero son los habitantes de esas villas quienes sufren de verdad. Sus agigantados y vejados pueblos, que durante el verano son invadidos por hordas de turistas (nacionales y extranjeros) mal vestidos y escandalosos, en septiembre quedan desolados y espectrales. Mientras que en Madrid los jóvenes luchan por un piso, en la costa, durante el invierno, urbanizaciones enteras hibernan mudas y blindadas como el vestigio de una civilización súbita y misteriosamente extinguida.

La semana pasada se inauguró la exposición Cementimientos (no me asfaltes el respeto) que permanecerá en el Espacio Off Limits de Lavapiés hasta el 14 de febrero. La muestra denuncia la voracidad de la construcción en Mallorca al tiempo que hace una reflexión sobre el valor del metro cuadrado en Madrid. Lo cierto es que, con los cuarenta millones que, como mínimo, invierte una familia en comprar una segunda residencia en la playa, cuántos fantásticos viajes por el mundo podría darse (por lo menos cuarenta) en lugar de repetir cada año la misma orilla con medusas y ensordecedoras familias comiendo tortilla de patata sobre sillas plegables...

Los madrileños que sólo conocimos, pues, la relativa serenidad inmobiliaria de los ochenta y los noventa, hoy sentimos profanado el oasis privado y feliz de los veranos de la niñez y la adolescencia. Ese pueblo de mar cada día se parece más a Madrid, el cemento paraliza la montaña y la naturaleza domesticada de los campos de golf masacra a esa otra vegetación donde hacíamos cabañas o recogíamos moras. Dificultades de aparcamiento, franquicias de restaurantes, adosados clónicos hasta donde se pierde la vista eran características propias de una gran ciudad que han adoptado los pueblos de mar.

Madrid, por otro lado, también permuta su fisonomía. La absurda voluntad de Miguel Sebastián de peatonalizar la Gran Vía, la faraónica obra de la M-30 para así construir más zonas verdes o el plan de crear un caudaloso carril bici son algunas de las directrices que definen la nueva tendencia urbanística. Sin querer (o queriendo), los políticos madrileños están reproduciendo en el centro de Madrid las delicias de las pequeñas ciudades de veraneo. La costa se está pareciendo a las grandes urbes y las grandes metrópolis aspiran a ser, al menos, un souvenir de la costa.

Lamentablemente, ni las ensoñaciones de Sebastián ni la megalomanía de Gallardón van a traer el mar a esta ciudad (a no ser que en una de estas perforaciones emane Mediterráneo del subsuelo o, mejor dicho, Océano Índico de los antípodas). Así que me temo que nos vemos abocados a la pérdida de referentes en todos los flancos. El núcleo de Madrid tiende a convertirse en un lugar distinto, más plácido y menos funcional, más europeo; al tiempo que el extrarradio se transforma es una constelación de macrociudades sin comparación con nada visto en el siglo pasado.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Alterar el presente supone romper el espejo con el pasado. La metamorfosis urbanística del último lustro hace irreconocible el paisaje de las fotos de nuestra niñez. Da igual si contemplamos las instantáneas de los veranos en la playa o las de los cumpleaños en el parque madrileño de debajo de casa. Nosotros hace tiempo que cambiamos, pero hoy ya no queda ni el decorado.

Archivado En