Columna

Ha faltado visión

Se recordará que el así llamado Estado de las Autonomías no ha existido siempre. Es más, ni tan siquiera estaba, a la altura de la muerte de Franco, en la mente de nadie. Los estrategas de la situación creían que había que conceder una cierta modalidad de autogobierno al País Vasco y a Cataluña, países de constatada reivindicación nacional, y, tal vez, a Galicia, pero nada más. El resto era silencio.

Fue más tarde cuando a alguien -al ministro Clavero Arévalo, por entonces miembro de UCD- se le ocurrió aquello de "café para todos". La idea era que, extendiendo el modelo, se evitaba una ...

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Se recordará que el así llamado Estado de las Autonomías no ha existido siempre. Es más, ni tan siquiera estaba, a la altura de la muerte de Franco, en la mente de nadie. Los estrategas de la situación creían que había que conceder una cierta modalidad de autogobierno al País Vasco y a Cataluña, países de constatada reivindicación nacional, y, tal vez, a Galicia, pero nada más. El resto era silencio.

Fue más tarde cuando a alguien -al ministro Clavero Arévalo, por entonces miembro de UCD- se le ocurrió aquello de "café para todos". La idea era que, extendiendo el modelo, se evitaba una excesiva singularidad vasca y catalana. Además, se evitaban sentimientos de agravio comparativo y, para redondearlo, la nueva forma de organización del Estado prometía una mayor eficiencia y racionalidad administrativas.

Sorprendentemente, el invento funcionó. Es más, una de las claves del indudable éxito español de los últimos 30 años tiene que ver con la eficacia y la flexibilidad que demostró esa forma de organización del Estado. El nuevo Estado español, que ha cedido soberanía por arriba a la Unión Europea y competencias por abajo a las comunidades autónomas, ha encontrado, en esa articulación a tres niveles, una poderosa forma de adaptarse a los nuevos vientos impulsados por la globalización.

Funcionó, también, en lo que concierne a Galicia. A pesar de que el Estatuto fue votado por un porcentaje exiguo, lo cierto es que el nuevo poder gallego mostró muy rápidamente su superioridad sobre el viejo Estado centralista. La gestión de la sanidad, la educación, las infraestructuras legitimaron ante la población la nueva estructura política. Además, daba cierto cauce a la nación cultural e integraba al nacionalismo político, que hasta entonces había disentido del proyecto autonómico.

Treinta años después, asentada la democracia, con una integración sólida en la Unión Europea, y con una economía que crece atrayendo inmigración, Cataluña ha intentado abrir las puertas a una reforma federal del estado. Lo ha hecho abriendo a la vez el debate sobre el déficit fiscal. Finalmente, una vez pasado por las Cortes, el Estatut se ha quedado en algo más modesto, pero no intranscendente. El nuevo texto insiste en una visión de poder compartido y pone límites a posibles intentos de recorte del poder catalán desde el poder central. Por un efecto mimético o temiendo la exclusividad de las prerrogativas catalanas, otros parlamentos autónomos, Valencia y Andalucía, han aprobado sus nuevos textos con gran celeridad . En lo que respecta a Galicia, sin embargo, se ha podido constatar el fracaso del intento. Un fracaso no sólo de sus protagonistas, sino del país. Porque -y esto es quizás lo que no se ha explicado lo bastante- los nuevos instrumentos jurídico-políticos no son un lujo asiático. Si tiene sentido redactar un nuevo texto es por dos motivos básicos: porque si cambian las reglas del juego uno ha de adaptarse a ellas, si no quiere perder posiciones, y porque hace 30 años ni podíamos imaginar ciertos aspectos de la sociedad gallega de hoy.

Que Núñez Feijoo, flamante líder de la derecha local, haya considerado oportuno oponerse a un nuevo Estatuto no es natural. Y tal vez con ello ha sellado ya su destino. No se ve, a la vista de lo que ha sucedido en Andalucía, por qué no podía aceptar la propuesta de texto que los otros dos grupos le habían planteado. Ha primado una visión ideológica, bien asentada en Génova 13.

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Ha tenido a su favor la indiferencia social. Los gallegos, y en este defecto ha caído también el señor Núñez Feijóo, no nos hemos destacado por tener una gran visión de futuro. En los últimos años ha primado un sentido del corto plazo. Ha faltado visión estratégica. En vez de atajar los problemas cuando podemos hacerlo dejamos que engorden. El regateo corto, para usar la metáfora futbolística, es la visión del juego que más éxito tiene entre nosotros. Es la visión que corresponde a una sociedad poco estructurada, de elites poco ilustradas y que carece de proyecto estratégico. Aquí, como se sabe, los dos reflejos condicionados básicos son el enchufe y la subvención. Y si durante años los señores Xosé Cuiña y Francisco Vázquez han sido héroes de una parte importante de la población ha sido no por ser inteligentes, sino astutos. Así somos, y temo que por muchos años.

Los arcanos del país no son fáciles de descifrar. Pero pronto se pondrá en evidencia que ya hemos decidido certificar oficialmente nuestro carácter subalterno en el marco multilateral de la política española. Si se mantiene el veto de Núñez Feijoo y su partido a un nuevo texto estatutario eso sería el equivalente de que Galicia hubiese aceptado el así llamado "aldraxe" hace 25 años. Sólo que, ahora, por voluntad propia.

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