Columna

Baroja

Acaba el año y aún no he dedicado una columna a Pío Baroja, de cuya muerte hemos conmemorado el 50 aniversario. No es una efeméride redonda y si, aparte el encomiable esfuerzo de editorial Tusquets, algunos artículos se le han dedicado, ha sido más por los claroscuros de su personalidad que por su obra literaria, que hoy sigue teniendo lectores adictos y devotos, entre los que me cuento, pero a la que pocos atribuyen excelencia o grandeza.

Narrador atolondrado, con una despreocupación por la forma y la estructura que unas veces suena a desprecio olímpico de los dioses y otras a negligen...

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Acaba el año y aún no he dedicado una columna a Pío Baroja, de cuya muerte hemos conmemorado el 50 aniversario. No es una efeméride redonda y si, aparte el encomiable esfuerzo de editorial Tusquets, algunos artículos se le han dedicado, ha sido más por los claroscuros de su personalidad que por su obra literaria, que hoy sigue teniendo lectores adictos y devotos, entre los que me cuento, pero a la que pocos atribuyen excelencia o grandeza.

Narrador atolondrado, con una despreocupación por la forma y la estructura que unas veces suena a desprecio olímpico de los dioses y otras a negligencia de funcionario de ventanilla, Baroja fijó poco y dio poco esplendor, pero limpió muchísimo la lengua de manierismo y retórica, y demostró que, sin apartarse de la tradición, con un 6 y un 4 se hacía un retrato eficaz. Con otros grandes escritores coincidió en la convicción de representar un momento de transición, cuando era en realidad un final de trayecto.

En el terreno político, social y ético, repartió opiniones y sentencias a barullo mientras salía barato, y cuando las cosas se pusieron mal, se pegó al terreno. En su juventud y madurez compartió la agitada cancha de aquella España con otros intelectuales de talla, que se movían como los autos de choque: girando en redondo, pegándose batacazos y echando chispas. Cuando la feria acabó de un modo trágico, Baroja se quedó prácticamente solo, como el superviviente de una batalla atroz que, rodeado de cadáveres, cree estar más muerto que los muertos. Y así, convertido en reliquia de tiempos mejores, se fue extinguiendo rodeado de una veneración que acrecentaba su vanidad y su soledad a partes iguales, hasta que, al morir, "un golpe de ataúd en tierra" marcó un hito que aún hoy se nos antoja más digno de recordar que otros momentos más creativos de su larga y fructífera carrera.

Dejó una obra revuelta, deslavazada e irregular, pero de una vitalidad porfiada y combativa, con unos personajes ansiosos de vivir y discursear a pesar del pesimismo y la apatía. En esto, como en todo, supo renunciar a la grandeza: fue un novelista, un intelectual y una figura política de pequeño formato, un utilitario como el que usamos todos los días para movernos por el gran torbellino del mundo.

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