Columna

Quitarse las pilas

Hace unas tardes, a las puertas de un complejo comercial situado en el centro de San Sebastián, unos jóvenes estudiantes de Medicina, ataviados con la típica bata blanca, instalaron una mesita, un par de sillas y un cartel en el que se ofrecían para tomar la tensión de los viandantes, a cambio de "la voluntad" (la recaudación estaba destinada a financiar un viaje de fin de estudios). Me llamó la atención lo que llamaré el clasicismo de la estampa. No sólo porque las batas y el mobiliario eran como antes o de toda la vida, sino por el aparato de medición. No se trataba de unos de esos ...

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Hace unas tardes, a las puertas de un complejo comercial situado en el centro de San Sebastián, unos jóvenes estudiantes de Medicina, ataviados con la típica bata blanca, instalaron una mesita, un par de sillas y un cartel en el que se ofrecían para tomar la tensión de los viandantes, a cambio de "la voluntad" (la recaudación estaba destinada a financiar un viaje de fin de estudios). Me llamó la atención lo que llamaré el clasicismo de la estampa. No sólo porque las batas y el mobiliario eran como antes o de toda la vida, sino por el aparato de medición. No se trataba de unos de esos gadgets digitales que ahora te encuentras en uso o venta en cualquier parte, que se ajustan a la muñeca, miden la tensión y varias cosas más y funcionan apretando un botón, sino del tradicional conjunto formado por estetoscopio, banda ajustable al brazo y perilla hinchadora.

Es impresionante el número de objetos que se han vuelto electrónico-digitales

Yo iba a aquel centro comercial a presentar un libro de poesía, por lo que me pareció más que oportuno hacerme preguntas periféricas: ¿por qué, existiendo maquinitas digitales de última generación -que tanto gustan además y en las que tanto confía el público- estos jóvenes han optado por el método antiguo? Seguramente influenciada por el ambiente (ya estaba dentro del templo comercial), la primera respuesta que se me ocurrió fue materialista. Estos chicos no quieren invertir en un aparato nuevo -me dije-, prefieren aprovechar un material que o bien es de desecho o bien es el que tienen a su disposición para las prácticas de la carrera y que, en cualquier caso, les resulta tirado de precio.

Pero esta respuesta no me duró. Como ya iba avanzando por las escaleras eléctricas hacia la poesía, enseguida pensé otra cosa: estos jóvenes han elegido el estetoscopio y la perilla porque este sistema requiere más dedicación y esfuerzo profesional (la tensión la toma la persona y no la máquina), y por ello sirve mejor al objetivo de convencer, animar o enternecer las voluntades. El paciente, en este caso el viandante, se siente mejor atendido y eso se nota luego en la recaudación. En fin, que lo que pensé, cuando ya estaba a punto de rozar los versos, es que aquellos estudiantes habían comprendido que su futuro (viaje) necesitaba más del tacto que de la técnica, más del quitarse que del ponerse las pilas. Y así empecé la presentación del poemario (Cantos del dios oscuro, de Kepa Murua), convencida del triunfo de lo natural sobre lo maquinal. Tan contenta.

Es lo bueno que tiene la poesía: le pone un rumbo, un norte de sentido, a lo que parecía una divagación. El pensamiento y la imagen de la tarde de la que les hablo me siguen sirviendo. Nuestro futuro está muy relacionado con las pilas; nuestro futuro depende no de las que nos pongamos, sino de las que nos consigamos quitar. La influencia de las maquinitas es cada vez mayor. Es impresionante el número de objetos de uso particular o doméstico que se han vuelto electrónico-digitales. Vertiginosa la cantidad de funciones que les delegamos, es decir, de gestos cotidianos que necesitan pila o batería. Esto constituye una amenaza no sólo para el medio ambiente (demanda energética insostenible y cordilleras de pilas usadas), sino también para nuestra libertad. Con las máquinas pasamos de hacer a padecer (no nos lavamos los dientes, sólo dejamos que el cepillo vibrante nos los barra); de pensar a acatar (sin dudar aceptamos el veredicto de la calculadora); de disponer a depender (pienso en todos los náufragos, robinsones de la falta de cobertura); de la amplitud, a la miniatura de los movimientos (todo se maneja con la punta de los dedos; y se le llama navegar a desplazarse un milímetro para cada lado). Con las máquinas se pasa de imaginar, improvisar, decidir... a obedecer. Obediencia para la que se me ocurren varias ilustraciones, pero ninguna tan buena como la contenida en este gadget recién promocionado: una ducha con pantalla de karaoke. Para que cantes no a pelo sino a pila bajo el agua, para que no crees libremente, sólo repitas lo que la máquina te dicta, a conciencia.

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