Columna

Apaga la luz

La comidilla del miércoles, en la cola de los cines Babel y Albatros de Valencia, era: "Ha cerrado el Aragón". Y en efecto, así había ocurrido el fin de semana anterior, al parecer sin previo aviso ni a la plantilla ni a la clientela. El periódico hablaba de un fin no por anunciado menos sorpresivo, y reproducía los carteles de despedida colgados en el tablón donde antes se publicitaron tantas películas: "El último en morir, por favor, que apague la luz" y "El futuro es cosa del pasado". Uno menos, tras la desaparición de los Astoria de Alicante.

Con los minicines o multisalas "de calid...

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La comidilla del miércoles, en la cola de los cines Babel y Albatros de Valencia, era: "Ha cerrado el Aragón". Y en efecto, así había ocurrido el fin de semana anterior, al parecer sin previo aviso ni a la plantilla ni a la clientela. El periódico hablaba de un fin no por anunciado menos sorpresivo, y reproducía los carteles de despedida colgados en el tablón donde antes se publicitaron tantas películas: "El último en morir, por favor, que apague la luz" y "El futuro es cosa del pasado". Uno menos, tras la desaparición de los Astoria de Alicante.

Con los minicines o multisalas "de calidad" me ocurre como con ciertos restaurantes de toda la vida, a los que acudo aguantando la respiración por si ya no están. Por eso insisto en recomendar unos y otros, en alabar sus especialidades y su cartelera, su buen hacer y moderado precio. Y empujo materialmente allí a las amistades, quizá con la vana ilusión de que aumentar la demanda servirá de conjuro no sólo contra la ruina del local sino también contra cualquier tentación de hacer caja traspasando o vendiendo.

Pero no sé por cuánto tiempo vamos a poder aguantar, negocios y público, la embestida de los centros comerciales, ese nuevo modelo de ciudad que nos llegó de Norteamérica y que ya ocupa mucho tiempo del ocio fuera de casa de una parte importante de la población.

Pisé uno de estos lugares por primera vez hace 20 años, como mal menor. Era al final del invierno, en Toronto, donde un viaje de trabajo nos permitió un pequeño hueco "para dar una vuelta". O sea, para caminar por las calles, idea simplísima abandonada tras cuatro pasos porque el viento, los 35 grados bajo cero y el medio metro de nieve helaban las entrañas y cortaban la respiración. Entonces, y accediendo desde el mismo hotel, "descubrimos" un mundo en el subsuelo lleno de cafeterías, tiendas, parques infantiles, árboles y hasta fuentes para disfrute de miles de topos en marga corta. Nos pareció una buena solución. Allí. Y para el invierno.

Pero en nuestros pueblos ciudades se puede (se debería poder) pasear, buscando algo o simplemente por pasar el rato. Sólo que se ha puesto imposible por la desordenación del tráfico y la desaparición del pequeño comercio, sobre todo en zonas cercanas a unas grandes superficies que han acabado monopolizando hasta la venta del pan y los tornillos (modelo que por cierto no ha prosperado en Francia ni Alemania).

Hace poco tuvo lugar en Valencia un congreso de centros comerciales, en los que hoy también se ubican casi todos los cines. Y se hizo aquí porque aquí hay 50, el 25% del total español, y tres de los 11 que han abierto en lo que llevamos de año. 23 millones de clientes (6 los sábados) rubrican cada semana con su presencia que éste es un fenómeno sin marcha atrás, que la plaza del pueblo ha sido sustituida por estos lugares alejados, a los que hay que ir en vehículo privado, y que semejante fenómeno no está libre de connotaciones sociológicas y antropológicas. "Los centros comerciales son espacios repletos de psicología. El consumidor se encuentra electrizado por todo lo que ve", dice el psiquiatra Enrique Rojas.

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Y luego está el asunto de la seguridad, de que las familias merienden mientras las criaturas juegan sin perecer atropelladas. Y de que puedas dejar a los adolescentes durante horas (si les llevas en coche, claro), a sabiendas de que allí es raro que nada malo les pueda ocurrir, aunque si no estás pendiente es fácil que a la salida les birlen el móvil.

Así que ahí tenéis a miles de grupos de chicos y chicas los fines de semana, algunos alfombrando los cines de palomitas y bolsas de plástico mientras engullen algunas películas basura. Bullen las hormonas y en sus estómagos se revuelven la comida basura y la bebida basura, servidas con contratos basura y sueldos basura. Gente joven que pulula mientras intercambia "infortunios", y si puede consume en tiendas donde otra gente joven, precaria y malpagada, cumple más horas que un reloj. Serán la segunda generación de los micropisos, los microsueldos y las maxi tiendas.

Y afuera hace sol, pero cierran los cines y las mercerías. No olvides apagar la luz.

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