Crítica:

La tentación naturalista

Entre 1949 y 1969 Strauss enseñó en la Universidad de Chicago. Por sus clases pasaron algunos personajes conspicuos de la actual Administración de Bush, de suerte que en muy poco tiempo, un sesudo especialista en la teoría política de la Grecia clásica, discípulo de Cassirer, autor de una notable monografía sobre el iusnaturalismo (Derecho natural e historia, Círculo de Lectores, 2000), otra sobre Maquiavelo, y numerosos estudios sobre Aristófanes, Sócrates, Jenofonte y Platón, entre muchas otras contribuciones relevantes en el ámbito de su especialidad, ha acabado retratado como una es...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Entre 1949 y 1969 Strauss enseñó en la Universidad de Chicago. Por sus clases pasaron algunos personajes conspicuos de la actual Administración de Bush, de suerte que en muy poco tiempo, un sesudo especialista en la teoría política de la Grecia clásica, discípulo de Cassirer, autor de una notable monografía sobre el iusnaturalismo (Derecho natural e historia, Círculo de Lectores, 2000), otra sobre Maquiavelo, y numerosos estudios sobre Aristófanes, Sócrates, Jenofonte y Platón, entre muchas otras contribuciones relevantes en el ámbito de su especialidad, ha acabado retratado como una especie de Imán Oculto del conservadurismo internacional o la encarnación del Doctor No de Ian Fleming: un judío elitista, enemigo acérrimo de la democracia, defensor de la desigualdad y traidor a los valores de la Constitución de EE UU (como si a los gobiernos de EE UU les hiciera falta la influencia de una eminencia gris para traicionar sus propios valores).

LA CIUDAD Y EL HOMBRE

Leo Strauss

Traducción de Leonel Livchits

Katz Editores

Madrid, 2006

358 páginas. 22,50 euros

En materia de teoría política

no digo que sea habitual pero sí bastante frecuente que un intelectual vaya acumulando sobre sí, sobre todo si está muerto y no puede desmentir ni a panegiristas ni a réprobos, un karma positivo-negativo que acaba sepultando su obra bajo gruesas capas de tópicos infundamentados, medias verdades y prejuicios. Así ocurrió con el pobre Nieztsche, manipulado por los nazis y calumniado como irracionalista por Lukács, y así también con el inexplicable aura, de signo opuesto, que rodeaba a la figura de Althusser, maître penseur que "iluminó" la conciencia de toda una generación pese a que éste sí que era irracionalista, pues sufría graves trastornos psiquiátricos. Tuvo que estrangular a su mujer y dejar una autobiografía en la que se retrataba como el falsario que era, para finalmente liberarse de su aura, pese a que escribía (¡en 1970!) que la Unión Soviética había completado la transición al socialismo y estaba en la antesala del comunismo, es decir, a punto de consumar el Reino de la Libertad.

Con Strauss -como con el "nazismo" de Nietzsche o la "práctica teórica" de Althusser- ocurre algo curioso: no sólo lo descalifican los que lo conocen de oídas sino que ahora también lo asumen quienes, o no lo entienden, o no lo han leído. Y como la izquierda norteamericana despotrica contra él porque sus discípulos han acabado trabajando para el Pentágono, ahora resulta que la derecha conservadora internacional lo reivindica y lo lee extasiada, como si un fuera Joseph de Maistre redivivo.

La publicación de estas con

ferencias dictadas en la Universidad de Virginia en 1963, con que Katz Editores inicia su andadura editorial, son una ocasión excelente para despejar o -si aca-so- revisar con fundamento, los preconceptos sobre el pensamiento de Strauss, sobre sus ideas conservadoras y su compromiso, o no, con la democracia. Fundamental es sobre todo la introducción de este libro, aunque es un texto que tiene ya más de cuarenta años, escrito en un momento en que el comunismo todavía era un adversario temible para Occidente. En tono spengleriano, Strauss diagnostica la crisis de Occidente y responsabiliza de ella a la filosofía política moderna que, tras asumir la weberiana distinción entre valores y hechos (lo cual, piensa, desarma de contenido sus postulados éticos y convivenciales), descarga sobre la ciencia la responsabilidad de concebir el nomos. O bien, prefiere racionalizar la naturaleza según el programa del Manifiesto Comunista, que también se proponía como el triunfo de la ciencia, pero a costa de imponer un régimen totalitario e inhumano, típico del despotismo asiático. Strauss sostiene que la bancarrota de la teoría política -Habermas hablaba en esta misma época de "crisis de legitimación del capitalismo tardío"- se debe a que en la modernidad la filosofía se transformó en ideología, proceso que, según él, empieza con Maquiavelo y Hobbes, los padres conspicuos del Estado moderno. En virtud de este recelo hacia el Estado podría pensarse que tenía simpatías liberales (o neoliberales, como se dice ahora). Pues no. El liberalismo, como el marxismo, el fascismo o la misma distinción entre sociedad y Estado son para él aberraciones ideológicas de la filosofía que, con sus deformantes conceptos abstractos, han estropeado el ideal de la civitas antigua y no suministran los recursos racionales para diseñar una Ciudad acogedora ni asignan en ella un lugar para el hombre virtuoso y justo. Téngase presente que para Strauss la filosofía sólo es política, de donde sus lecturas de la tradición antigua giran en torno al lugar del hombre en la Ciudad, como si todo el saber de los antiguos (ética, física, metafísica, etcétera) no sirviera más que para construir la vida en común del hombre con sus semejantes en armónica comunidad con la naturaleza, esa armonía que la modernidad, por otra parte, sólo consigue imaginar como una naturaleza dominada por la técnica, o como un motivo para cantarla con nostalgia, acompañado con el arco y la lira, como hacen los románticos.

Igual que Arendt, Strauss

buscó intensamente en los clásicos un nuevo concepto de ciudadanía que resolviese las paradojas modernas y, como era previsible, sus reflexiones a menudo se escoran hacia el naturalismo: como Aristóteles, creía que hay cosas que son justas (o desiguales, o irreductibles, o legítimas, o verdaderas) por naturaleza. Y éste es sin duda el rasgo inequívocamente conservador de su pensamiento, que se deja ver ya en la primera lección sobre Aristóteles (la más interesante del libro). Las otras dos, una lectura minuciosa de la República de Platón y una reivindicación del perfil filosófico de Tucídides, dan una idea del método de Strauss: el comentario riguroso y pegado al texto, casi sin generalizaciones ni derivas hermenéuticas, y la preocupación obsesiva por recuperar el discurso de los antiguos, para desentrañarlo y hacerlo propio.

Strauss no se consideraba un filósofo sino sólo un estudioso. Los filósofos -pensaba- escriben con claves cifradas que los estudiosos han de revelar. Sin duda, hay en este libro muchas más claves de las que el autor hubiese reconocido haber puesto, pero si alguien piensa que encontrará aquí una arenga a un escuadrón de bombarderos que parte a destruir una aldea de Irak, se llevará un chasco.

El presidente estadounidense George W. Bush, durante el discurso del estado de la Unión en el que anunció el inicio de la guerra contra Irak en 2003.REUTERS

Archivado En