Columna

El paraíso en esta esquina

"Nunca dejes que la verdad estropee una buena noticia", suelen repetir por las redacciones los periodistas más cínicos, y Juan Urbano mezcló a Kafka, a los hermanos Marx y al dramaturgo Jardiel Poncela con esa frase siniestra para explicarse el extraño asunto de esas 20 familias a las que un timador alquiló el mismo piso en la calle de Estocolmo y que, ahora mismo, viven una especie de falsa vida unas junto a las otras. ¿Se imaginan la cantidad de lados y esquinas que deben tener las relaciones de esa gente que, de pronto, se ve compartiendo dirección postal, mezclando sus cosas de aseo en las...

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"Nunca dejes que la verdad estropee una buena noticia", suelen repetir por las redacciones los periodistas más cínicos, y Juan Urbano mezcló a Kafka, a los hermanos Marx y al dramaturgo Jardiel Poncela con esa frase siniestra para explicarse el extraño asunto de esas 20 familias a las que un timador alquiló el mismo piso en la calle de Estocolmo y que, ahora mismo, viven una especie de falsa vida unas junto a las otras. ¿Se imaginan la cantidad de lados y esquinas que deben tener las relaciones de esa gente que, de pronto, se ve compartiendo dirección postal, mezclando sus cosas de aseo en las estanterías del baño o teniendo, todas ellas, la llave de la misma cerradura en el bolsillo? Qué raro, ese grupo de desconocidos íntimos. Lo de los hermanos Marx, por supuesto, venía de la famosa escena del camarote.

Juan no quiso ni pensar en las colas que debían formarse a las ocho de la mañana en la puerta del cuarto de baño. Igual, a alguno hasta se le ocurría vender su turno a cinco euros, o algo así. Jardiel Poncela le había tomado al asalto la mente por aquella obra suya, que luego dio origen a una fantástica película de Fernando León, en la que un hombre solitario decidía alquilarse una familia para celebrar su cumpleaños. Los inmigrantes que vivían en la calle de Estocolmo también empezaban a tener relaciones de cierto parentesco y, aparte de compartir el espacio, todos pagaban los gastos de la casa a medias y unos cuidaban a los niños de otros, cuando éstos debían ir a hacer alguna gestión al Ayuntamiento. El ser humano es capaz de las peores y también de las mejores cosas, y por eso hasta es posible que las flores de la amistad crezcan a la sombra de un estafador.

Juan se apostó algo consigo mismo a que si Kafka tuviera que seguir esta historia, inventaría alguna clase de laberinto, por ejemplo que según iban contándose sus vidas, las desgracias de su existencia y los caminos que los habían traído a este país lejano, desde Colombia o Rumanía, en busca de una oportunidad, fueran descubriendo que, en realidad, todos eran la misma persona. Pero también tuvo claro que Kafka habría puesto su firma al pie de otros de los episodios auténticos que contaban los diarios, y especialmente el que se refiere a la crueldad con que castigaban a las víctimas del robo esos entes superiores e inalcanzables a los que tan aficionado era el escritor checo, que veía en ellos una metáfora del carácter despiadado de nuestras sociedades. Le habría encantado, sin duda, que la compañía eléctrica no sólo les cortase la luz a las familias engañadas, sino que, para volver a dársela, les haya obligado a pagar la deuda de unos 100 euros que había dejado el anterior inquilino. Y no digamos la actitud de algunos de los vecinos del inmueble, que se declaraban muy preocupados por el deterioro de su propiedad, mientras se bañaban en la piscina comunitaria.

Y de Kafka a la frase de los periodistas canallas sólo había un salto muy pequeño. Porque la compañía eléctrica no tiene piedad, pero el Ayuntamiento no se siente responsable de la suerte de esas familias que viven en la calle de Estocolmo, al menos hasta que el caos que se vive en ese lugar genere "algún tipo de problema social", según dicen desde la Concejalía de Empleo y Servicios al Ciudadano. ¿No es un problema social lo que ocurre en ese sitio? Vale, pues entonces los vecinos pueden seguir nadando en su piscina, sin preocuparse por nada. Y los pobres inmigrantes pueden seguir sin tener más que el pequeño tanto por ciento de una vida que les tocará a cada uno en ese piso del número 31 de la calle de Estocolmo, en San Blas, donde han conocido un fragmento del paraíso que esperaban encontrar en España.

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