Caos en el aeropuerto de Barcelona

Mala calidad, mal resultado, mala organización

Un desastre es una cosa de mala calidad, mal resultado y mala organización. Eso es exactamente lo que fue el aeropuerto de El Prat el pasado viernes. El grado de irresponsabilidad con la que se ha comportado prácticamente todo el mundo en este suceso es asombroso. Primero, AENA anuncia la concesión del manejo de los aeropuertos en plenas vacaciones de julio-agosto; después, Iberia no informa a los sindicatos de lo que podía ocurrir si perdía, como perdió, la concesión para el funcionamiento del aeropuerto de Barcelona; después, los propios empleados reaccionan como si no tuvieran la menor idea...

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Un desastre es una cosa de mala calidad, mal resultado y mala organización. Eso es exactamente lo que fue el aeropuerto de El Prat el pasado viernes. El grado de irresponsabilidad con la que se ha comportado prácticamente todo el mundo en este suceso es asombroso. Primero, AENA anuncia la concesión del manejo de los aeropuertos en plenas vacaciones de julio-agosto; después, Iberia no informa a los sindicatos de lo que podía ocurrir si perdía, como perdió, la concesión para el funcionamiento del aeropuerto de Barcelona; después, los propios empleados reaccionan como si no tuvieran la menor idea de lo que es un aeropuerto y del riesgo de accidente que supone ocupar las pistas de aterrizaje y despegue, y toman a los pasajeros como rehenes de sus reivindicaciones; finalmente, el delegado del Gobierno no se muestra capaz de dar órdenes rápidas y eficaces para atajar esa maniobra (para lo que, efectivamente, se necesitan neuronas y no testosterona). Por último, ni el Gobierno central, que tiene la responsabilidad de la seguridad de los aeropuertos, ni el autonómico, que no la tiene, pero que en otras ocasiones sí se ha sentido muy capaz de exigir respuestas inmediatas a problemas menores, toman la menor iniciativa sensata. El desprecio que parecen sentir todos ellos por los ciudadanos afectados se refleja muy bien en el debate del pasado miércoles en el Parlamento catalán, capaz de transformar el desastre en un problema electoral, en el que todo queda reducido a quién tiene la competencia. ¿Por qué no dar un paso más y transformarlo en un problema de identidades? A punto estuvieron algunos oradores cuando alzaron la voz para quejarse por "el desprestigio" que sufría Cataluña y no por la casi tortura a que fueron sometidos los pasajeros, catalanes, no catalanes, chinos o murcianos, ciudadanos a los que les importa mucho más que se defienda su derecho a recibir una indemnización adecuada al daño sufrido que la protección de las ambiciones políticas de unos y otros. La única discreta en medio de tanto disparate fue la vicepresidenta del Gobierno, Teresa Fernández de la Vega, que, desde Bolivia, intentó introducir un poco de orden en tanta imprudencia: "Las razones por las que se puede modificar la participación de las comunidades autónomas en la gestión de los aeropuertos está completamente al margen de los conflictos laborales. No es razonable mezclar una cosa con la otra". Efectivamente, es una completa insensatez.

Si el consejero de Economía, Antoni Castells, cree que esta es una buena ocasión para exigir la competencia sobre los aeropuertos instalados en Cataluña debería pensárselo dos veces. Porque lo único que cada vez está más claro es que la fórmula inventada en el artículo 140 del nuevo Estatuto de Cataluña para dar medianamente satisfacción al PSC es, a juicio de muchos expertos, técnicamente muy deficiente. El ex ministro socialista Tomas de la Quadra Salcedo lo explica con bastante claridad en su artículo "Después del referéndum de Cataluña" (Claves de la Razón Práctica, julio/agosto). Dejen el tema en paz y preocúpense de que se indemnice con justicia a los perjudicados por la loca jornada del viernes. Esto no ha sido un problema de competencias, sino, precisamente, de incompetencia. solg@elpais.es

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