Columna

Identidades

El curso político que ahora declina se está cerrando bajo un clima incivil ciertamente bochornoso. Con la mayor naturalidad, la opinión pública occidental considera justificables en "legítima defensa" las agresiones militares contra poblaciones e infraestructuras civiles de Líbano, Gaza y Cisjordania, pues lo único que se critica no es su injusticia sino su "desproporción". ¿Hubiera sido más proporcionado matar sólo a tantos civiles como Hamás y Hezbolá, en aplicación paritaria de la ley del talión? Eso equipara al Gobierno israelí con las organizaciones terroristas para hacer de él un terrori...

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El curso político que ahora declina se está cerrando bajo un clima incivil ciertamente bochornoso. Con la mayor naturalidad, la opinión pública occidental considera justificables en "legítima defensa" las agresiones militares contra poblaciones e infraestructuras civiles de Líbano, Gaza y Cisjordania, pues lo único que se critica no es su injusticia sino su "desproporción". ¿Hubiera sido más proporcionado matar sólo a tantos civiles como Hamás y Hezbolá, en aplicación paritaria de la ley del talión? Eso equipara al Gobierno israelí con las organizaciones terroristas para hacer de él un terrorista estatal, por muchos eufemismos verbales (tipo "efectos colaterales") con que pretenda disfrazar sus matanzas de civiles, que carecen de objetivos militares y sólo buscan impresionar mediáticamente a la opinión pública. Y a fe que lo logran, pues contra toda lógica, aceptamos como algo natural que los israelíes maten árabes por el solo hecho de serlo, en justa venganza por que los árabes maten israelíes acusados de judíos.

Es la política de las identidades que, según Kaldor, constituye el principal objetivo de las nuevas guerras, emprendidas en defensa de nuestra identidad, presuntamente amenazada por la identidad de los designados como nuestros enemigos. Y es que, en esta era de los medios de comunicación y tras la muerte de las ideologías políticas, lo único que interesa a las audiencias y, por tanto, moviliza al electorado, es la política de las identidades: nosotros contra ellos. Y entre nosotros los españoles también sucede igual, sólo que elevado a la enésima potencia por una tradición de enfrentamiento incivil entre identidades excluyentes que sólo saben definirse por su recíproca incompatibilidad.

Ser catalán o vasco se identifica con ser antiespañol, mientras que ser español sólo significa ser antivasco y anticatalán. Y más allá de esta fractura territorial, la única lógica que separa y divide a las Dos Españas legadas por el franquismo es la de su mutuo enfrentamiento incivil. Ser aquí de derechas es repudiar a la izquierda, negándose a reconocerle su legítimo derecho a gobernar. Y viceversa, ser de izquierdas es aborrecer a la derecha, acusada de ser única culpable de todos nuestros males. Siempre en legítima defensa del nosotros con razón o sin ella, pues nadie reconoce las culpas de los suyos mientras a ellos se les niega el pan y la sal. Así que ¡a por ellos!, como rezaba el grito de guerra de la selección nacional en el último Mundial.

De ahí que los esfuerzos de unos y otros se centren en execrar la identidad del rival, para hacer de ella una piedra de escándalo. Lo hace la izquierda, que atribuye los problemas que nos aquejan (debate autonómico, alto el fuego de ETA) a la crispación política causada por el fanatismo del PP. Y lo hace la derecha, que justifica sus agresiones como legítima defensa de la dignidad nacional ofendida por ZP. Imagínense lo que sucederá durante el curso próximo, cuando comiencen los debates sobre la Ley de la Memoria Histórica, que pondrán de nuevo en escena la lucha fratricida entre identidades irredentas. Así lo augura con amarga lucidez un luminoso artículo de Andrés Trapiello publicado el jueves pasado en estas mismas páginas.

El problema es que semejante fractura de identidades mutuamente excluyentes es una ficción puramente imaginaria: un producto artificial de la manipulación mediática. Pues en la realidad española, a la que nuestros políticos dicen representar, no existe tal fractura social. Y es tan evidente este divorcio entre el ficticio drama político y la indiferente realidad social que cabe sospechar que tras su enfrentamiento truculento tiene que haber gato encerrado. Pues es verdad que, en escena, nuestros políticos representan con mucha convicción su irreconciliable odio fratricida. Pero entre bastidores coinciden al alimón en repartirse sin problemas aparentes las sustanciosas plusvalías políticas emergentes de la especulación urbanística e inmobiliaria. Estos y no aquellos son los verdaderos males de la patria, que ninguna de nuestras identidades enfrentadas parece tener interés en remediar.

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