Columna

Una generación

Murió hace más de un mes, pero me he resistido a hacer la necrológica. Odio las necrológicas y aún más a los expertos en muñirlas, casi siempre necrófagos (o sea, comedores de cadáveres). Los muertos, ya se sabe, engordan toda clase de gusanos. Hablar bien de un cadáver es hacerlo a destiempo, y censurar a un muerto, una muestra de mala educación y peor entraña, de manera que lo más apropiado y piadoso es dejarlos en paz, respetar su descanso y no andar removiendo los osarios. Otra cosa es hablar con los muertos (ahora que tanto se habla de diálogo sin exclusiones) y escuchar con los ojos, com...

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Murió hace más de un mes, pero me he resistido a hacer la necrológica. Odio las necrológicas y aún más a los expertos en muñirlas, casi siempre necrófagos (o sea, comedores de cadáveres). Los muertos, ya se sabe, engordan toda clase de gusanos. Hablar bien de un cadáver es hacerlo a destiempo, y censurar a un muerto, una muestra de mala educación y peor entraña, de manera que lo más apropiado y piadoso es dejarlos en paz, respetar su descanso y no andar removiendo los osarios. Otra cosa es hablar con los muertos (ahora que tanto se habla de diálogo sin exclusiones) y escuchar con los ojos, como escribió Francisco de Quevedo, lo que tengan a bien relatarnos. No es un mal ejercicio. Y a veces es un acto de justicia.

Tengo encima de la mesa los poemas reunidos de Gregorio San Juan. Murió hace más de un mes, creo que ya lo he dicho (la memoria nos falla en este Año de la Memoria Histórica), de manera discreta y silenciosa. Fue poeta y socialista y liberal (de El Sitio) y escritor en gallego y concejal del Ayuntamiento bilbaíno, pero ni los poetas, ni los socialistas, ni los liberales, ni siquiera los escritores en gallego se han debido enterar de su mutis (no digo nada de los concejales de la Villa).

Fue también y además oficiante en el Bilbao franquista de aquella célebre y mitificada tertulia del café La Concordia, olla de grillos, fermento de libertad y confusión por donde desfilaron, entre muchos, Aresti y Blas de Otero, José María Laso y Luciano Rincón, Vidal de Nicolás y Dionisio Blanco, Giménez Pericás, Joaquín Leguina, Ibarrola, Irigoyen o Gabi del Moral (el filósofo estoico, "que ya volvía cuando nosotros íbamos", al decir de su amigo Patxo Unzueta). No estaría de más recuperar el pequeño ensayo de GSJ titulado Gabriel Moral: un filósofo en la encrucijada de Euskadi, lleno de reflexiones iluminadoras sobre nuestro pequeño país y su historia política, cultural y moral. "Muchos pensadores de su calado", escribía Gregorio refiriéndose a Gabi del Moral, "necesitaría nuestro país. Sería terrible pensar que al habérnoslo arrebatado la muerte, no quedase ya ninguno como él entre nosotros".

Gracias a él (a Gregorio) supimos que su pueblo (Barakaldo) estaba compuesto por "engrasadores, motoristas, estampadores, sulfateros, zincadores, decapadores, rectificadores, horneros, terrajeros, encofradores, cepilladores, correístas", y así hasta completar la guía de oficios siderometalúrgicos que entonces se ejercían en la margen izquierda del Nervión. Sólo por ese célebre poema dedicado a los que viven por sus manos merecería San Juan (palentino de origen) una calle en su pueblo. Y también por los versos escritos (cuando nadie lo hacía) a la memoria de las víctimas de ETA, como el emocionante poema dedicado al senador socialista Enrique Casas. Fueron años atroces y negros también para nuestro poeta y erudito, capaz de cincelar poemas en gallego, en catalán, en francés y en latín. "De las cuatro" (se refería a las lenguas del Estado español), "yo sólo escribo en tres". No era, por tanto, "el español perfecto" al que se refería Aresti en un poema dedicado a Meabe. Es lo que tienen algunos políglotas (Gregorio y Gabriel lo eran) cuando se ponen pelmas. Fueron años, ya digo, plomíferos y negros. Nuestro escritor se dio a un antinacionalismo hirsuto que los suyos no supieron o quisieron seguirle. Nadie lo hizo. Se convirtió en incómodo. Nadó a contracorriente y fue a su aire, dejando aquí y allá unos excelentes y dispersos ensayos sobre Basterra, Juan Larrea o el krausismo, y unos desopilantes epigramas sobre nuestros barandas dignos del agudísimo Santiago Amón, también amigo suyo además de paisano. Juraría que, tras Pedro Eguillor, GSJ es el mayor y más cierto erudito que ha dado Bilbao.

Leo a Gregorio San Juan y se aparece una generación de escritores bilbaínos (coincidente con la española del 50) echados a perder por la cruda y mediocre posguerra civil y rematados (metafóricamente) por el régimen nacionalista vasco que sucedería al franquismo. Pienso en Gregorio y pienso en otros nombres: Javier, Ángel, Luciano, Eusebio, Rafael... Gente que nos podía haber dado buenos libros, excelentes poemarios, grandes novelas o brillantes ensayos. Una generación yo no sé si perdida, pero seguramente extraviada.

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