Crónica:LA CRÓNICA

Café, copa... y cuentos

El pasado sábado me invitaron a una cena para celebrar la inauguración de una espléndida casa en las afueras de Castellvell del Camp. Hacía pocas horas que unos vecinos de Les Borges del Camp habían sufrido una pesadilla que podía recordar la novela de Truman Capote A sangre fría, pero esta vez con final más o menos feliz. Los vecinos de esta zona del Baix Camp y el Priorat los tienen por corbata: a nadie le hace gracia que unos individuos que no tienen nada que perder entren en su dormitorio en plena noche, les amordacen en la cama y les corten un dedo o una oreja si no se les dice dón...

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El pasado sábado me invitaron a una cena para celebrar la inauguración de una espléndida casa en las afueras de Castellvell del Camp. Hacía pocas horas que unos vecinos de Les Borges del Camp habían sufrido una pesadilla que podía recordar la novela de Truman Capote A sangre fría, pero esta vez con final más o menos feliz. Los vecinos de esta zona del Baix Camp y el Priorat los tienen por corbata: a nadie le hace gracia que unos individuos que no tienen nada que perder entren en su dormitorio en plena noche, les amordacen en la cama y les corten un dedo o una oreja si no se les dice dónde está la caja fuerte. ¿Y si resulta que no hay? En vista de que los mossos no aparecen y los pueblos continúan indefensos, la gente empieza a organizarse para contratar un servicio de vigilancia privada, como en Alforja. La psicosis está servida y cualquier desconocido que ronde en plena noche por el pueblo puede ser declarado sospechoso. Así estaban los ánimos aquella noche, y mientras tomábamos unos vinillos en el jardín, los invitados, que eran de toda la zona, comentaban los incidentes con verdadero pavor.

Llegó la cena y los 20 comensales se instalaron en la bodega, convertida esa noche en comedor. El jardín estaba iluminado y desde mi puesto podía ver un olivo, el rosal y una parte del estanque, donde una rana se ha instalado desde hace unos meses y ameniza el sueño de los propietarios con sus cantos de amor. Con el croar de la rana llegaron los postres. Era media noche y sólo unos pocos sabíamos que llamarían a la puerta. Hubo unos segundos de silencio. Nadie se movía y yo alenté al dueño a que fuera a abrir. En la mente de todos pululaba el mal rollo de los asaltantes, pero no era cuestión de aguar la fiesta; además, éramos 20 (más la rana) y no había motivo para pensar que podrían con nosotros. Pasaron unos minutos de incertidumbre hasta que apareció por el jardín el fotógrafo de EL PAÍS con su cámara a cuestas: "Hola, soy el fotógrafo de Lecturas y vengo a hacer un reportaje de la mansión". Tras unos segundos de silencio, sólo perturbados por el croar de la rana, se oyó la primera carcajada de alguien que lo conocía. Y todos se relajaron, aunque la mayoría continuaba sin entender nada. El fotógrafo en cuestión, estos días no da abasto para retratar víctimas de extorsiones y aquel sábado se lo había pasado casi íntegramente en Les Borges, primero en casa de los afectados y por la tarde en la manifestación convocada por los ciudadanos para pedir ayuda al Ministerio del Interior y a la Generalitat. "¿Por qué en Canaletes había centenares de mossos y aquí no hay nadie?", se preguntan los vecinos.

Pero las sorpresas de la cena continuaban porque tras el fotógrafo apareció un sujeto vestido de negro. De repente se apagaron las luces y se encendieron unas velitas que estaban estratégicamente colocadas en la mesa. El personal estaba sin habla, desconcertado. ¿Avisaban los asaltantes al fotógrafo para que estuviera al caso? ¿Habíamos retrocedido a la época del happening y acabaríamos todos en bolas -asaltantes incluidos- para salir luego en Lecturas? El hombre de negro empezó a hablar en catalán y la cara de los invitados, no sé por qué, se relajó. El misterioso personaje nos contó, con rana incluida, una historia de una botella con su genio dentro. Hubo más historias y al final supimos que el hombre de negro se llama Agustí Farré y se gana la vida contando cuentos, aunque era la primera vez que lo hacía en una casa particular, contratado por uno de los comensales.

Agustí es de Lleida, pero vive en Tarragona y en este momento venía de actuar en la casa Castellarnau de esta ciudad. Normalmente lo encontraréis cerca de la catedral, en una de las tiendas de artesanía, vendiendo objetos que él mismo fabrica con papel maché y que a veces le sirven de atrezzo para sus historias. Hace seis años dejó el oficio de administrador de fincas para dedicarse a la oralidad. Afirma que esto es una pasión y que prefiere el riesgo de no saber si llegará a final de mes a tener un trabajo estable y sobre todo más productivo. "La oralidad es un arte de segunda división", comenta, "el actor que sube al escenario está más considerado". Agustí actúa en fiestas mayores, festivales y salas o bares con programación de este tipo, como el Harlem de Barcelona. Pero también va a las bibliotecas para sesiones infantiles. Casi siempre los textos los escribe él y esto contribuye a mimar más el espectáculo. Agustí dice que la oralidad está de moda, pero que se tiene que separar el monologuista, que busca la risa fácil mediante el chiste inmediato, del cuentista, que es el contador de historias.

"La magia de este arte es cuando se consigue la comunión entre el público, la narración y el estado de ánimo del que explica la historia. Cuando notas que llevas al público hacia donde quieres tú". Todo esto me lo cuenta en la cocina, dos pisos más arriba. Los de la bodega han olvidado los saqueos y beben las últimas copas con el fotógrafo, que se ha sumado a la fiesta. Al día siguiente leo en el periódico que algunos vecinos, desesperados y sin muchas perspectivas de solución, se plantean, si llega el caso, tomarse la justicia por su mano. Yo recomendaría a los simples visitantes, o a los cuentistas, que no se vistieran con ropas negras para no salir escaldados de la fiesta.

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