Tribuna:

Tiempo de esperanza

Se abre, ciertamente, un tiempo de esperanza para Euskadi en el que si no se puede pedir que desaparezcan los viejos problemas, quizá si se puede confiar en que éstos sean abordados de otra manera, con una óptica renovada, de modo que se encuentren salidas o, más modestamente, nuevas formulaciones, menos cerradas y abruptas que en el reciente pasado. No me siento capaz de decir lo que haya de hacerse en una situación en la que, más allá de una constatación de la satisfacción general por la consecución de la paz, varían tanto las propuestas políticas, se encare el futuro inmediato o se emprenda...

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Se abre, ciertamente, un tiempo de esperanza para Euskadi en el que si no se puede pedir que desaparezcan los viejos problemas, quizá si se puede confiar en que éstos sean abordados de otra manera, con una óptica renovada, de modo que se encuentren salidas o, más modestamente, nuevas formulaciones, menos cerradas y abruptas que en el reciente pasado. No me siento capaz de decir lo que haya de hacerse en una situación en la que, más allá de una constatación de la satisfacción general por la consecución de la paz, varían tanto las propuestas políticas, se encare el futuro inmediato o se emprendan estrategias de mayor alcance, ya se contemple el tablero exclusivamente del País Vasco o de toda España. Más modestamente trataré de referirme a propuestas que considero claramente inconvenientes, bien porque ya se han ensayado y han fracasado o porque son difícilmente aceptables pues desconocen los presupuestos constitucionales que cualquier plan político para Euskadi debe tener en cuenta.

Sin embargo, lo que aquí se diga debe ir precedido por una consideración general sobre lo que la violencia terrorista ha significado, y ello no por mera exigencia lógica, en cuanto la violencia ha sido un dato básico de la vida política vasca que no puede ser escamoteado en una reflexión al respecto, sino porque determina, me parece, algunas condiciones procedimentales, y por ello temporales, fundamentales en el inmediato futuro de Euskadi. La violencia política no sólo tiene una dimensión, en el plano personal, absolutamente odiosa, en cuanto supone la liquidación criminal del adversario, sino política, pues mixtifica y degrada el debate político, imprescindible en una democracia, que necesita la igualdad de oportunidades de todas las fuerzas en contienda. Sin duda, la posibilidad para alguien de recurrir a la violencia le otorga una posición de ventaja al condicionar ilícitamente las posiciones de los ciudadanos e imponer las cuestiones a las que podría referirse el debate. Sencillamente con violencia no hay democracia. Esto, pensando en el momento presente, quiere decir que no se puede hablar sin dejar de matar, pero no que la condición para no matar sea la de hablar. Es sólo, como se ha dicho desde el mejor nacionalismo, y por suerte el mayoritario, la hora de la paz.

Pero superada esta situación, pensando en la futura configuración política de Euskadi, y admitida la pertinencia y aun necesidad de la reforma estatutaria, a la vista de las posiciones de otras comunidades autónomas y la misma voluntad de buena parte de la comunidad vasca, ¿con qué cautelas debe actuarse? A mi juicio debe intentarse evitar los errores del plan Ibarretxe. Se trataba, como se recordará, de un texto que aunque se presentaba como una reforma del Estatuto de Gernika, en realidad buscaba su destrucción, adoptando decisiones sobre la configuración política de Euskadi y aun de toda España, que sólo el constituyente puede tomar y no quien se encuentra debajo de la Constitución como es una Comunidad Autónoma. Por supuesto había que reaccionar frente a la pretensión soberanista del plan y eso es lo que se hizo, de modo impecable, impidiendo su tramitación en las Cortes Generales en el momento inicial de su toma en consideración en el Congreso. Si esta era la objeción principal frente al plan diferentes contenidos del mismo eran también claramente inconstitucionales, nos refiramos a la previsión en la propuesta de la derogación en Euskadi de diversos preceptos de la Norma Fundamental, la definición de las competencias del Estado, la imposición al estado de determinadas instituciones como un curioso Tribunal de Conflictos o el establecimiento de nuevos derechos o su regulación fuera del procedimiento establecido en la Constitución para ello.

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Pero los riesgos para un adecuado planteamiento de la problemática del futuro de Euskadi proceden, desde mi punto de vista, sobre todo de la incorrecta visión de dos principios a los que se suele invocar con mucha frecuencia. Se trata en primer lugar de la contraposición entre democracia y Constitución que se suele asumir cuando se defiende el recurso a la decisión de los vascos, como si el derecho a la consulta fuese el primer derecho, la clave de la democracia vasca. Lo que subyace a este tipo de pensamiento es la idea de que por encima de cualquier consideración, cualquier acuerdo o institucionalización política, pendería una appelatio ad populum, un último recurso refrendatario, sin el cual todo orden político sería provisional e imperfecto. Esta tesis no es de recibo y presenta un significado plebiscitario que hay que denunciar, pues hace tiempo que la democracia como sistema permanente y organizado de autogobierno ha superado las posibilidades manipuladoras del espontaneísmo cesarista. Ocurre más bien que nuestra democracia es constitucional, por lo que no cabe recurrir a un expediente no contemplado en nuestro sistema, como sería ese último derecho a la consulta. Decidir contra la Constitución, aunque pudiese ser democrático, supone una actuación ilegítima, porque en un orden jurídico positivo no hay otra legitimidad que la constitucional. Obviamente la Constitución puede cambiarse, lo que no puede, mientras está en vigor, es incumplirse o excepcionarse en su vigencia.

El otro principio en el que se piensa cuando se proyecta el futuro político vasco es el de los derechos históricos, pero entendidos de forma muy peculiar, pues se prescinde de su auténtico sentido histórico, presentando como derechos de soberanía lo que no eran sino potestades limitadas en un orden político de dominio compartido en el marco de la monarquía del Antiguo Régimen. Se ignora, asimismo, el juego en la actualidad de los derechos históricos como instituciones constitucionales, con sus ventajas, contando en primer lugar con la protección de los mismos por parte del Tribunal Constitucional, pero también sus limitaciones, de modo que es absurdo pensar en una actuación extra o contraconstitucional de tales figuras.

Vamos a dejar la validación histórica de los derechos forales que no mostrarían sino la perfecta integración del País Vasco en la planta organizativa común española durante siglos y que nunca fueron obstáculo para afirmar el carácter único aunque plural de la Monarquía, estemos hablando de la forma política tradicional o del sistema constitucional del siglo XIX, asimismo dispuesto para aceptar un régimen común político administrativo privativo del País Vasco y Navarra.

La actuación del constituyente del setenta y ocho reconociendo los derechos históricos supuso una actitud deferente respecto del sistema foral al elevar el rango normativo máximo del mismo, cuya importancia política no puede ser exagerada. Por primera vez estábamos ante un constitucionalismo foral, esto es un régimen de autogobierno, asumido por el constituyente y dotado de todos los instrumentos de protección de la Norma Fundamental. Pero, noblesse oblige, el reconocimiento constitucional suponía también que los derechos históricos pasaban a ser piezas constitucionales, necesitadas de actualización, y limitadas por la máxima Ley en cuyo orden habían de actuar en el futuro. Por eso de tal institución constitucional magra ayuda puede obtenerse para rebasar, contrariar o modificar la Norma Fundamental y el sistema político que ésta ha fundado y preside.

Juan José Solozábal Echavarría es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Madrid.

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