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Lima en rock

HAY UNA escena en Los olvidados (1950) de Buñuel en la que Pedro, un niño pobre hecho delincuente por la incomprensión de su madre y el clima opresivo de un México quebrado, arroja un huevo contra el lente de la cámara que lo observa. La escena es perturbadora no sólo porque nosotros -los fisgones del otro lado de la pantalla- somos los destinatarios de su ira, sino, sobre todo, porque sabemos que aquel arrebato es el grito desesperado de un niño que ha sido despojado a la fuerza de su inocencia.

"Yo tenía dieciséis años... / en el corazón, pero no tenía / ni un solo lugar dónde ...

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HAY UNA escena en Los olvidados (1950) de Buñuel en la que Pedro, un niño pobre hecho delincuente por la incomprensión de su madre y el clima opresivo de un México quebrado, arroja un huevo contra el lente de la cámara que lo observa. La escena es perturbadora no sólo porque nosotros -los fisgones del otro lado de la pantalla- somos los destinatarios de su ira, sino, sobre todo, porque sabemos que aquel arrebato es el grito desesperado de un niño que ha sido despojado a la fuerza de su inocencia.

"Yo tenía dieciséis años... / en el corazón, pero no tenía / ni un solo lugar dónde colocar / el sentimiento de mi inocencia", dicen los versos de Genet que un joven narrador arequipeño utilizó como epígrafe de un vigoroso libro de cuentos aparecido en Lima en 1961. Las coincidencias con el filme de Buñuel no eran fortuitas. Su autor, Oswaldo Reynoso (1931), había visto la película del maestro aragonés y apreciado la empatía del cineasta con esos adolescentes marginales y hambrientos que sobreviven a duras penas en los extramuros del mundo. Los inocentes: relatos de collera era un libro arriesgado, necesario para plasmar las transformaciones de una Lima pauperizada, hostil y en constante ebullición, polémico al abordar sin tapujos la atracción y el miedo a la homosexualidad en los ritos iniciales de una pandilla de jóvenes entrenados en la calle para no demostrar su debilidad.

La intolerancia oficial no se hizo esperar, un concejal quiso quemar el libro por inmoral y Reynoso fue acusado de escritor pornográfico. De esto, sin embargo, el autor ya había sido advertido por uno de los más grandes poetas peruanos. La historia va, más o menos, así: envalentonado por la cerveza, un joven y tímido Reynoso se acercó a Martín Adán en el mítico bar Palermo y le dio su manuscrito. Adán, hombre de pocas palabras, le aceptó el folio: en una semana le daría su opinión. Mismo lugar, siete días después, Reynoso ahoga su timidez en alcohol. Si Adán lo llamó o él mismo se acercó, no tiene mayor relevancia. El poeta había vislumbrado la maestría de Los inocentes pero en vez de hablarle de su novela, le habló del dolor: "Reynoso, usted va a sufrir... no están preparados aún". Adán tenía razón, no lo estaban. Los inocentes no sólo fue técnicamente innovadora al incorporar mecanismos propios del género cinematográfico (encabezados con forma de guión; minúsculos flash-backs; monólogos interiores a la manera de voces en off; sutil interrelación de los relatos) y periodístico ("Rocanrolero asalta y roba" se lee en una noticia insertada con tipografía de diario), la verdadera trasgresión fue darle forma a un lenguaje vivo que emulaba con acierto el léxico callejero sin dejar de lado su potencial lírico. "Me gusta el olor de mi cuerpo el olor de las muchachitas de mi barrio me arrecha sobre todo en verano tienen olor a pescado a fierro en invierno no se lavan y apestan rico las manos de Gilda", dice uno de los protagonistas, y es casi tangible la música de esa prosa en la que, como bien señaló José María Arguedas, convergen "la jerga popular y la alta poesía, reforzándose, iluminándose". Desde luego, Reynoso no se agotó con Los inocentes. Como tampoco cierta ceguera crítica, incapaz de apreciar la vena experimental de El escarabajo y el hombre (1970) o el esplendor verbal de En busca de Aladino (1993), y que sólo ahora, con la reciente publicación de sus Narraciones (2005), logra resarcirse de sus mezquindades dándole el estatus de clásico vivo de las letras peruanas.

Hay, pues, que leer a Reynoso, sí, pero sobre todo hay que rendirle homenaje a un escritor valiente cuya influencia literaria y apoyo a los narradores más jóvenes nunca ha cesado. Como él, cuando se paró frente a Adán, temeroso ante lo que había creado, antes de publicar mi primer libro quise escuchar los consejos de un escritor admirado y, sin conocerlo, fui a su casa. Tenía miedo de equivocarme y, cuando me lo preguntaban, por pudor, negaba ser escritor. Para mí, los buenos creadores no podían ser otra cosa que fantasmas, seres inalcanzables. Reynoso me recibió y, junto a mí, llegaron dos escolares a entrevistarlo. Ninguna lo había leído y esto se hizo patente cuando le preguntaron por Un mundo para Julius, la novela de Bryce Echenique. Reynoso me miró con complicidad, les dijo con toda la amabilidad del mundo que esa novela no era suya y, enseguida, sonriente, les obsequió sus obras. Ese día, observándolo en silencio y preso de una repentina alegría, supe que ya no tendría miedo de decirle a nadie que escribía.

Diego Trelles Paz (Lima, 1977) es autor del libro de cuentos Hudson el redentor (y otros relatos edificantes sobre el fracaso) (Caleta, 2001) y de la novela El círculo de los escritores asesinos (Candaya, 2006).

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