Columna

Tráfico

Hace tiempo que vengo sintiendo una creciente incomodidad ante las campañas de Tráfico y el clamor político y mediático por las muertes en carretera. Año tras año vuelven a verse los mismos titulares y a oírse las mismas voces demandando el endurecimiento de todo lo endurecible: leyes, represión, amenazas, condenas. Y año tras año vuelven a morir centenares de personas. Como si todo ese trompeteo sirviera de muy poco.

Es verdad que, si comparamos los accidentes de hoy con los de hace diez años, las cifras se han reducido de manera apreciable. Sobre todo, estoy convencida, por la mejora ...

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Hace tiempo que vengo sintiendo una creciente incomodidad ante las campañas de Tráfico y el clamor político y mediático por las muertes en carretera. Año tras año vuelven a verse los mismos titulares y a oírse las mismas voces demandando el endurecimiento de todo lo endurecible: leyes, represión, amenazas, condenas. Y año tras año vuelven a morir centenares de personas. Como si todo ese trompeteo sirviera de muy poco.

Es verdad que, si comparamos los accidentes de hoy con los de hace diez años, las cifras se han reducido de manera apreciable. Sobre todo, estoy convencida, por la mejora de las carreteras y por la mayor calidad de los coches. Luego, claro, están las buenas costumbres de los conductores, que sin duda algo influyen. Es evidente que se controla mucho mejor un vehículo a 120 kilómetros por hora que a 180. Y es más que obvio que un borracho no puede conducir. Pero resulta que las campañas contra la velocidad, que han sido muy efectivas (desde hace dos años se corre mucho menos), no han rebajado las cifras de muertos, y, en lo que respecta al tan cacareado efecto del alcohol, me acabo de enterar por EL PAÍS de que sólo interviene en un 2% de los accidentes mortales. La causa principal (un 41%) es la distracción del conductor, o lo que es lo mismo, la maldita suerte, el factor humano, la imposibilidad de ser perfectos. Yo no digo que no se hagan las campañas: que se siga enseñando a no correr, a no beber, a ponerse el cinturón. Con que sólo salvaran una vida ya merecerían la pena, y seguro que salvan unas cuantas más. Pero se me ocurre que quizá haya un porcentaje de accidentes inevitable, porque la existencia simplemente no es segura, y porque ir en coche aumenta esa inseguridad (como subirse a una escalera para cambiar una bombilla: véanse los accidentes domésticos). Entiendo muy bien que, ante la muerte y el dolor, uno quiera consolarse encontrando culpables; en ese sentido, el borracho es el malo perfecto, y quizá por eso se habla tanto del alcohol. Pero esa culpabilización extrema e irracional es natural en los deudos, no en el Estado. Por favor, enfriemos esta histeria que criminaliza a los conductores y empecemos a admitir la amarga verdad de que la vida mata.

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