Tribuna:

La prodigiosa ciudad de las motos

Agnes, la heroína de Milan Kundera en La inmortalidad, deambulando por una avenida de París, de pronto siente como el estrépito agudo de una motocicleta le recorre el cuerpo de arriba abajo. Es una de las imágenes que emplea Kundera para ilustrar lo insoportable de la modernidad urbana. Seguramente, no la habría utilizado de pasear Agnes por la Barcelona actual. El estampido de una moto no es en Barcelona un suceso aislado -como lo era más o menos en el París de finales de la década de los ochenta-, sino que es un ruido ambiental característico de la ciudad. Las mil explosiones continua...

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Agnes, la heroína de Milan Kundera en La inmortalidad, deambulando por una avenida de París, de pronto siente como el estrépito agudo de una motocicleta le recorre el cuerpo de arriba abajo. Es una de las imágenes que emplea Kundera para ilustrar lo insoportable de la modernidad urbana. Seguramente, no la habría utilizado de pasear Agnes por la Barcelona actual. El estampido de una moto no es en Barcelona un suceso aislado -como lo era más o menos en el París de finales de la década de los ochenta-, sino que es un ruido ambiental característico de la ciudad. Las mil explosiones continuas, diferenciadas por cilindradas, tubos de escape manipulados y conducciones personales, junto con la variedad de las pestilencias emitidas, según la antigüedad del vehículo, los carburantes, las mezclas y los trucajes, identifican a la ciudad en la memoria del barcelonés y del visitante, como antaño la identificaban el chirrido del freno de los tranvías y el humo de las fábricas.

Pobre Agnes, ni cubriéndose el rostro con un tupido ramillete de nomeolvides podría evitar en Barcelona la percepción de una bandada de motos en línea de salida, rugiendo y gaseando impacientes a la espera del cambio del semáforo de cualquier cruce de calles. Claro que Agnes ignora que la mitad de los desplazamientos que se producen en la ciudad -que comparte con Roma la capitalidad europea de la moto- se hacen en motocicleta. Y es que un parque de más de 250.000 motos y ciclomotores da para mucho desplazamiento. Todo invita a pensar que continuará siendo así. Anesdor, la patronal del sector de las dos ruedas, los fabricantes, importadores y vendedores de motos auguran que 2006 será un año excelente de ventas, mejor que 2005, que ya lo fue generosamente. Convencidos de ello, próximamente organizarán en Barcelona el salón de la gran semana de la moto, Motoh! Por su parte, las autoridades municipales consideran la moto una alternativa al coche en la ciudad -¿y el transporte público? Unos y otros callan que la moto contamina de media entre dos y tres veces más que un coche familiar, cuya capacidad de transporte de pasajeros necesita para ser igualada de dos a cuatro motos, con lo que el diferencial de contaminación de la moto puede situarse hasta 12 veces por encima del de un coche. Y, sobre todo, circulando en moto el riesgo de muerte es 13 veces superior al de conducir otro vehículo.

La ciudad de los prodigios que resistió tantos asedios militares y sucumbió con honor a más de uno se ha dejado tomar sin resistencia por las motos. ¿Cómo ha sido posible esta humillante entrega? La secuencia del asedio y caída de Barcelona es fácil de reconstruir: primero insensibles, después desbordados, finalmente vencidos. Igualmente indefensos hemos asistido al último asalto de la moto, que de la calzada se ha subido a la acera para instalarse en ella con el propósito, contando con la fuerza imparable de los usos consolidados, de expulsar al peatón. Cientos de motos aparcadas sobre las aceras, circulando docenas de ellas con desfachatez por la última reserva urbana del Homo erectus han consumado la ocupación de la ciudad.

La densidad agobiante de motos, el estrépito ensordecedor de tantos estampidos, la nube de gases suspendida a media altura y renovada sin cesar, las conducciones temerarias con fantasioso desprecio del código de circulación conforman en nuestras avenidas y calles retazos de paisaje urbano vietnamita. Ingenuas, pero costosas campañas de publicidad institucional, como la de Mou-te sense fer soroll, tienen más de sarcasmo que de eficacia pedagógica. ¿Cree en serio alguien que alguno de los caballeros y damas motorizados habrá sido sensible a la gracia del play mobil motorista y a su eslogan infantil y, espontáneamente, habrá repuesto el silenciador, desmontado el trucaje, respetado paciente el semáforo, conducido sin acelerones innecesarios en punto muerto? ¿Cómo pueden resistirse nuestros motoristas a emular, aunque sea sólo con 49 centímetros cúbicos, a los ensalzados en todos los medios y por tantos vates Nani Roma, Marc Coma, Dani Pedrosa?

¿Podrá liberarse la ciudad de la devastadora ocupación? El asentamiento de los ocupantes, que se saben intocables, es tan firme, el desbordamiento de las autoridades tan grande, la sensibilidad ecológica ciudadana tan mayoritariamente escasa que la ocupación parece definitiva. El nuevo prodigio de Barcelona habrá consistido en el fenómeno de la sustitución del dominio del Homo erectus por el del Homo ahorcajado.

Postular la supresión de las motos sería utópico, pero contenerlas dentro de los límites de lo medianamente soportable son medidas que deberían figurar en todos los programas políticos sensatos. Si se consiguió con información y firmeza sancionadora que ellos y ellas se pusieran el casco -prácticamente lo llevan el cien por cien de los motoristas barceloneses; en el fondo, el casco forma parte de la indumentaria de la modernidad-, tal vez podría restablecerse una cierta coexistencia entre la moto y los otros usuarios de la ciudad.

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Jordi García-Petit es académico numerario de la Real Academia de Doctores.

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