Crítica:EL LIBRO DE LA SEMANA

Razón de mi razón

La fascinación de la serpiente que se muerde la cola. Hace unas semanas, José Luis Pardo firmaba en estas páginas un soberbio comentario del libro French Theory, de François Cusset, volumen donde se expone el modo en que las ideas de algunos pensadores franceses de posguerra, debidamente amalgamadas y liofilizadas, formaron el humus de una nueva didáctica en las universidades estadounidenses; cómo esas ideas, ya empaquetadas, se filtraron en diversos análisis culturales; y al fin ese paquete fue enviado de vuelta a Europa. ¿Qué tiene que ver la French Theory con esta selección de...

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La fascinación de la serpiente que se muerde la cola. Hace unas semanas, José Luis Pardo firmaba en estas páginas un soberbio comentario del libro French Theory, de François Cusset, volumen donde se expone el modo en que las ideas de algunos pensadores franceses de posguerra, debidamente amalgamadas y liofilizadas, formaron el humus de una nueva didáctica en las universidades estadounidenses; cómo esas ideas, ya empaquetadas, se filtraron en diversos análisis culturales; y al fin ese paquete fue enviado de vuelta a Europa. ¿Qué tiene que ver la French Theory con esta selección de las impecables cartas de lord Chesterfield a su hijo, centradas en la estancia parisiense del muchacho? Bastante, si atendemos a su esencia: el comercio cultural entre dos sociedades dominantes, por un lado; y la invitación más que tentadora a interpretar un "texto", producto de un "autor" que encubre un "sentido". ¡Y vaya sentido encubre! Permitan un ejemplo. En la carta CCXXXVI, lord Chesterfield explica a su hijo, con idéntica minucia con que todo lo detalla, qué es la Sorbona y lo que allí se divulga. A esas alturas conocemos al de Chesterfield, sabemos que es hombre pragmático y su constancia epistolar expone asuntos tan diáfanos como su prosa. Y dice: "Desde hace muchos años esta institución goza de gran renombre por sus disputas teológicas. Se discuten en ella con pasión cuestiones ininteligibles, imposibles de resolver por la razón humana. Las sutilezas de la lógica desafían el sentido común, y los refinamientos místicos desfiguran la innata belleza y sencillez de la religión natural; una imaginación extravagante elabora sistemas contra los cuales protestan en vano el buen sentido y la razón". Si el lector capta el mensaje enseguida, suponemos que al hijo, al silencioso hijo, no hacía falta ni mencionárselo. Y el mensaje es: "¡Huye!". Ni el mismo Sokal fue más claro en su mofa de la cháchara del "pensamiento francés". En otra carta, lord Chesterfield recomienda la amistad del "presidente" Montesquieu cuyas ideas son tan afines a las suyas (a las del padre) y cuyo trato es el que corresponde a un marqués sin tacha. Lord Chesterfield, quien ha pasado a la posteridad por una boutade sobre el acto sexual: "El placer es momentáneo, la posición ridícula y el costo exorbitante", nos tienta a verle en estas cartas como uno de los arquitectos del "constructo" de la moderna cultura occidental; pero también, y desoyendo los consejos del prologuista Marc Fumaroli, a leer una novela epistolar avanzada a su tiempo con un narrador equívoco que se quiere alzar y se alza como protagonista indiscutible de su propia narración; oponente y a la vez complementario del inquietante sobrino de Rameau. Y ésa es mucha tentación. Así que nos remitiremos a su estricta contemporaneidad y citando a Giambattista Vico: "Aprendamos a ver el pasado con los ojos de los muertos".

CARTAS A SU HIJO

Lord Chesterfield

Edición de Marc Fumaroli

Traducción de José Ramón Monreal

Acantilado. Barcelona, 2006

349 páginas. 19 euros

Las cartas de lord Chesterfield

a su hijo son y no son lo que anuncian. Philip Stanhope, conde de Chesterfield (1694-1773), se dirige al hijo natural de su mismo nombre que tuvo con Elisabeth Du Bouchet cuando era embajador en La Haya. El padre apenas si conoce al hijo más que por trato epistolar y los informes de sus preceptores. El hecho de que Chesterfield no tuviera otra descendencia le impulsa, bien entrado en la madurez, y en el campo que ocupan estas cartas, a dirigir no tanto la educación general de su hijo, sino su futura excelencia en la profesión que le ha destinado. Porque lord Chesterfield desea que su hijo profese la alta diplomacia y, de burlar las convenciones de la época, llegue a ocupar un cargo en el Gobierno inglés. Para ello, durante su estancia en París, el hijo ha de orillar cierto ensimismamiento y tosquedad que procura el estudio constante y entregarse a las gracias y a las obligaciones del trato mundano. ¿Quién será para ello, y sobre todos, el modelo del joven Philip Stanhope? Lo han adivinado: el viejo Philip Stanhope, el lord. El valor de estas cartas estriba en su magnífica prosa y la espléndida exposición de los asuntos de la hora; pero sin desdeñar nunca la voluntad del autor en ofrecerse como ejemplo, casi en objeto de culto, un concepto desaforado, y más en esa época, de la idea de "padre". Aunque jamás se mencione literalmente, cada carta dice lo mismo: "Quiero que sepas lo grande que soy y que, pese a todo, seas como yo algún día". Y ésa es la enorme y contradictoria humanidad de este libro, por encima de los múltiples consejos o el sentido común que de ellos emane. Si volvemos por un momento a la French Theory y nos imaginamos una foucaultiana "arqueología del saber estar", nadie que lea estas cartas convendrá en que son imprescindibles las clases de minué con el vivaracho Marcel, ni estará del todo de acuerdo en que a un muchachote que roza los veinte años se le mencione cómo ha de cortarse las uñas, al propio tiempo que se indica del modo más cínico, y aquí vulgarizo mucho, justo es reconocerlo, el rasero discursivo de lord Chesterfield, que siendo las francesas de buena cuna lo suficientemente zorras, no hace falta irse por ahí de lupanares. La variante y siempre constante mundología. "¡Has de ser como te digo que soy!", ése es el grito constante, a veces irritado, y hasta desconsolado, que se oculta bajo el lema "suaviter in modo, fortiter en re" (suave en las maneras, decidido en la acción) de quien desea lo mejor para su hijo, porque tanto el tiempo como su estirpe se le escurren entre los dedos. La gloria de lord Chesterfield, la gloria de estas cartas, en las que siempre refulge una sabiduría Ancienne Régime y, a veces, una auténtica penetración sobre las constantes del ser humano, es la intuición de un fracaso y el fracaso final. Si las leen de ese modo, o de otro, mientras no sea como manual de urbanismo o de ética, a menos que el lector sea hijo natural de un noble inglés del siglo XVIII, el disfrute está asegurado.

El humanista liberal

LAS MAGNÍFICAS ediciones de Acantilado de Memorias de ultratumba y estas cartas de lord Chesterfield nos acercan cada vez más la figura del responsable de ambos libros, Marc Fumaroli. Aunque quizá debiera mostrarse, y valga la redundancia, más humano en sus análisis humanistas, ya que de un renaciente clasicismo estamos hablando, Fumaroli es una de las voces críticas más respetadas de Francia. Su reciente libro Exercices de lecture, además de ser de modo espléndido lo que anuncian, significan el sellar definitivo de la tumba de la French Theory. Ni la mano de Sartre, cual zombi, sobresale ya de la tierra. En Italia, la editorial Adelphi lleva tiempo publicando la obra de la eminencia francesa. Hora sería de que alguien le imitara en España. F. C.

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