Columna

El aprendizaje de la soledad

No he visto grandes entusiasmos a mi alrededor tras la gran noticia. Hablo de la gente común, la de mi vecindario -no de los casiletrados como yo-, y la gente común anda más ocupada con las congojas de la Real que con el alto el fuego de ETA. Si uno saca a relucir el tema, todo el mundo mostrará su satisfacción, añadiendo alguna coletilla que variará según los gustos, pero la conversación no irá más allá de esa simple manifestación de cortesía. ¿Indiferencia? No lo creo. Pienso que quizá sea debido a que se impone la cotidianeidad, sobre la que ETA ya tampoco resultaría determinante. Impotente...

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No he visto grandes entusiasmos a mi alrededor tras la gran noticia. Hablo de la gente común, la de mi vecindario -no de los casiletrados como yo-, y la gente común anda más ocupada con las congojas de la Real que con el alto el fuego de ETA. Si uno saca a relucir el tema, todo el mundo mostrará su satisfacción, añadiendo alguna coletilla que variará según los gustos, pero la conversación no irá más allá de esa simple manifestación de cortesía. ¿Indiferencia? No lo creo. Pienso que quizá sea debido a que se impone la cotidianeidad, sobre la que ETA ya tampoco resultaría determinante. Impotente para condicionar el rumbo político del país y la vida cotidiana de la gente, ETA era ya un resto del pasado y era además percibida como tal por la mayoría de la población.

Celebramos sólo algo que debió ocurrir hace tiempo. Como el franquismo, también ETA era, es, un muerto viviente

Nos habíamos acomodado a vivir con su presencia, con una mezcla de esperanza -en su desaparición- y de escepticismo, y tratando de que nuestra vida ordinaria no se viera condicionada. En consecuencia, tampoco parecemos dispuestos a que nuestra vida, ni nuestro estado emocional, se alteren por su anunciada rendición. Celebramos sólo algo que debió ocurrir hace tiempo, un adiós al pasado. Como el franquismo, también ETA era, es, un muerto viviente.

Sé que esos zombis dejan su estela, que la historia es, en gran medida, un desfilé de muertos vivientes, como sé que resultará discutible mi defensa de la cotidianeidad restaurada como argumento para entender esa condescendencia fría de la gente. Se preferirá hablar de cobardía o del miedo aún imperante para explicar esta renuencia a hablar de lo mejor que nos pueda estar pasando como ciudadanos. Pienso, sin embargo, que ambas perspectivas no se excluyen, ya que estoy convencido de que nuestra cotidianeidad se ha ido construyendo a partir del miedo, que es un nicho de retirada, de refugio, pero que ese nicho existe y que se ha sabido labrar su autonomía. Hace una veintena de años ningún territorio vital escapaba a la incidencia de ETA, tampoco nuestra vida ordinaria. Estoy convencido de que hoy ya no es así, y de que junto a una resistencia activa, tan valiosa, en la lucha contra el terror, se ha dado también una resistencia pasiva, un flujo de vida construido desde el terror pero contra el terror. Resistencia que puede ser decisiva para edificar nuestro futuro, y cuya contribución a la derrota del monstruo sólo la clarificará el paso del tiempo. No puedo explicarme de otra forma que nuestra sociedad no haya sucumbido por completo a la suma del terror y del régimen nacionalista.

Como la mayoría de mis vecinos, tampoco yo he manifestado emoción alguna con una noticia que he calificado de excelente y que celebro. Se ha dicho que era una noticia que llegaba tarde. Bien, siempre es tarde para algo que jamás debió haber existido, y, por la misma razón, nunca lo es, porque así dejamos de lamentar de una vez el dolor que genera. Pero ese mismo dolor, la experiencia vivida, creo que ha provocado en nosotros cierta dureza emocional. Siempre me he creído con derecho a lamentarme de la época, o del país, en que me ha tocado vivir.

Mi vida, que va ya para larga, sólo ha conocido las aristas de la tiranía, y salí del franquismo con esperanza para caer en lo inaudito, en lo que jamás pude sospechar. Este horror de casa, este horror que pasaba por la escalera, casi por el pasillo de la vivienda, este horror de los míos, me remontaba al horror previo a aquello que acabábamos de dejar. Sentía que lo que vivía nada tenía que ver conmigo, que yo era una cosa y lo que me rodeaba otra totalmente ajena a mí. Y de esta sensación han nacido mis contradicciones más profundas, y es también esa sensación la que me ha ayudado a forjarme. Nadie nace hecho y armado de la cabeza de Zeus. Lo que nos rodea nos conforma, nacemos en ello y nos perfilamos ante ello. Pero esa interrelación no nos anula como entidad autónoma, ni impide que podamos percibir lo que nos rodea como un obstáculo. No impide que podamos sentir con convicción lo siguiente: yo hubiera podido ser mejor sin ello. Supongo que reside ahí la sustancia de la frustración y supongo también que es esa una de las razones para el exilio. Las reacciones que pueda suscitar ese estado de ánimo son complejas y varias y no es la única la de la oposición frontal y organizada contra aquello que nos desagrada.

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En Euskadi, el comunitarismo nacionalista ha tenido enfrente a muchos ciudadanos, pero no a otro comunitarismo de signo opuesto. Algunos lo han lamentado. No soy de esa opinión. La forja de la soledad es el gran triunfo que debo a las adversas circunstancias que me han tocado vivir. Sé que es un triunfo que comparto con muchos, que es ese el crisol de nuestra ciudadanía democrática, y que es ahí, y sólo ahí, donde fundo mi esperanza para el futuro de una sociedad que, al fin y al cabo, no ha dejado de ser la mía. Otro triunfo.

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