Crítica:

Las gracias de la impostura

He aquí el prototipo de la actual comedia ligera americana: una novela entretenida, que deja caer opiniones diversas sobre el mundo -en este caso sobre la creación artística-, que se llena de personajes variopintos y razonablemente extravagantes y que apoya todo su peso en la intrascendencia. El resumen podría ser: parece, pero no es. Sin embargo, no conviene sacar conclusiones apresuradas porque David Leavitt (Pittsburg, 1961) es un autor que demuestra aquí que sabe armar y contar una historia y que posee un sentido del humor amable e incisivo en los detalles y algo más cáustico en lo que es ...

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He aquí el prototipo de la actual comedia ligera americana: una novela entretenida, que deja caer opiniones diversas sobre el mundo -en este caso sobre la creación artística-, que se llena de personajes variopintos y razonablemente extravagantes y que apoya todo su peso en la intrascendencia. El resumen podría ser: parece, pero no es. Sin embargo, no conviene sacar conclusiones apresuradas porque David Leavitt (Pittsburg, 1961) es un autor que demuestra aquí que sabe armar y contar una historia y que posee un sentido del humor amable e incisivo en los detalles y algo más cáustico en lo que es el conjunto de la construcción narrativa.

El cuerpo de Jonah Boyd es la historia de una impostura. En un ambiente residencial de profesores universitarios y sus familias, el autor introduce a un personaje por el que siente una irresistible simpatía y que sirve de contraste con todos los demás. Este personaje es la secretaria del profesor Ernest Wright, uno de esos psicoanalistas a los que los escritores norteamericanos gustan de escarnecer. La secretaria será la narradora de la novela y ésta se articula sobre dos momentos: una cena del Día de Acción de Gracias del año 1969 y el reencuentro, treinta años después, entre la secretaria, ya jubilada, y el hijo menor de los Wright, convertido ahora en escritor de éxito. Entre ambos momentos media un secreto que no debo revelar y que sustenta la intriga de la novela. Es, pues, una de esas novelas que consisten en revelar al lector en las últimas páginas algo que ha de cambiar (o completar sustancialmente) la visión que tanto el lector como la narradora tienen hasta ese momento de las vidas y hechos de los personajes. Ni que decir tiene que a lo que más se asemeja esta novela es a un relato de costumbres (eso sí, con pretensiones; que no llegan a ser más que pretensiones) lleno de tipos perfectamente clasificables, de variaciones sobre un mismo modelo.

EL CUERPO DE JONAH BOYD

David Leavitt

Traducción de Javier Lacruz

Anagrama. Barcelona, 2006

224 páginas. 14,50 euros

Hasta aquí, todo muy con

vencional. La escritura del libro no es especialmente innovadora o arriesgada; antes al contrario: sigue el esquema de este tipo de relatos sin alejarse un ápice de lo establecido. Las imágenes son fáciles e incluso previsibles; tienen un valor más informativo que sugerente y la verdad es que, más que imágenes, parecen certeras pinceladas de la vida americana expuestas con desenvoltura; por ejemplo, cuando habla de la fundación y del fundador de lo que hoy es la universidad donde da clases, Wright dice: "Esos primeros años, Wellspring estaba desierto: un paraíso de conocimiento en medio de arroyos y campos que se mecían al viento. Y así lo quería precisamente Josiah Reddicliffe. Se imaginaba a fornidos varones saliendo a recoger ganado tras una cuantas horas dedicadas a la lectura de Plinio el Viejo". Este tipo de desenvoltura es la que campea en el libro. Hay, además, la característica profusión de datos, detalles, gestos y demás ademanes caseros de la familia Wright propia de este tipo de comedias ligeras. Diríase que es un relato lleno de sentido común, hay sentido común por todas partes salpicado de anécdotas graciosas... y tiene tan escasa profundidad como el sentido común. Por no faltar no falta el clásico leitmotiv, en este caso una marca de pis de gata en un sofá.

El humor que Leavitt desarrolla en este libro no es crítico sino punzante y también costumbrista, con algunos pegotes como el repentino -lo de repentino es porque aparece sin más, por las buenas- ataque de seudolesbianismo de la secretaria; y hay muchos graciosos apuntes, como la teoría de la red de lealtades de las secretarias entre ellas mismas. Y hay un vuelco interesante en el libro cuando, al final, el lector descubre que el egoísmo de los diversos personajes es una broma comparado con el que asume la propia secretaria, Denny. Aquí sí hay sutileza expresiva, que se deja en manos del lector, del mismo modo que hay un planteamiento también interesante en la figura del escritor atormentado por la búsqueda de una voz propia, de un estilo y una originalidad. Pero, insisto, en tono de comedia siempre. El relato es previsible, pero es entretenido de leer, está contado con soltura e incluso el modo de rizar el rizo de la parte final se resuelve con eficacia.

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