Columna

Privaciones

Los seres humanos somos muy crédulos. Nos colocamos en la historia con la misma credulidad que los espectadores inocentes de los malos folletines, dispuestos a reír o llorar según los argumentos más burdos. Cuando miramos hacia atrás, nos sorprende la docilidad de los hombres primitivos, que adoraban al sol y saltaban alrededor de una hoguera bajo la luz de la luna. Sorprende que los sabios de la Grecia clásica aceptaran la esclavitud o dudasen de la condición humana de las mujeres. Sorprende que durante siglos los individuos se consideraran siervos, trabajando para el señor con veneración, in...

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Los seres humanos somos muy crédulos. Nos colocamos en la historia con la misma credulidad que los espectadores inocentes de los malos folletines, dispuestos a reír o llorar según los argumentos más burdos. Cuando miramos hacia atrás, nos sorprende la docilidad de los hombres primitivos, que adoraban al sol y saltaban alrededor de una hoguera bajo la luz de la luna. Sorprende que los sabios de la Grecia clásica aceptaran la esclavitud o dudasen de la condición humana de las mujeres. Sorprende que durante siglos los individuos se consideraran siervos, trabajando para el señor con veneración, incapaces de comprender que el oro de los marqueses y las galas de los duques salían de su miseria. Tardaron muchos años en dudar de la justicia de su mundo, fieles a sus creencias. Sería fácil explicar las credulidades disparatadas de la historia considerando que nuestros antepasados eran tontos. Pero también podemos mirarnos en el espejo, ver nuestra cara en el cuarto de baño o en la cafetería de un aereopuerto. Los aeropuertos me dan mucho más miedo que los aviones. Estoy cansado de que me suspendan vuelos, de que no salga el avión de Granada a Madrid, de no llegar a tiempo a las reuniones, de cancelar el viaje cuando el retraso convierte en realismo los límites de la ciencia ficción. Los pasajeros con destino a Granada se amotinaron el viernes pasado, en la terminal 4 de Barajas, ante la incompetencia y la falta de explicaciones de Iberia. El miércoles pasado tuve que cancelar mi vuelo a Málaga porque el avión que me iba a llevar a una reunión matinal del patronato del Centro Cultural de la Generación del 27 había decidido que llegase a los postres de la cena. Estoy cansado de morderme la lengua, de no exigirle de malos modos a las señoritas de los mostradores de Iberia que me traten con amabilidad cuando esbozo una protesta. Me esfuerzo en comprender el humor de alguien que se pasa las horas dando razones inaceptables, excusas fantasmagóricas a una tribu de pasajeros indignados.

Las deficiencias de Iberia se han multiplicado desde su privatización. Como se han multiplicado por mil los abusos de Telefónica desde que los gobiernos quisieron regalarnos los oídos con las ventajas de la libre competencia. Como soy poco mañoso, acudí a la Compañía Telefónica para instalar uno de esos sistema que hacen más rápidas las operaciones de Internet. Llegó a casa un operario subcontratado de una empresa subcontratada, todavía menos mañoso que yo, y me dejó las conexiones como una mañana de resaca en la Feria de Abril. Mandar un artículo al periódico me cuesta una hora de sufrimientos arrodillado ante el templo de la tecnología. No conozco una privatización que no haya supuesto una subida notable de los precios y una degradación inmediata de la oferta. En medio de este deterioro, lo más llamativo es el pudor y el miedo con el que defendemos nuestras opiniones los partidarios de los espacios públicos, anonadados por un mundo que tiene la superstición de las bondades infinitas de las privatizaciones. No importa que la realidad haya demostrado que una privatización sólo es una privación. Tardaremos en comprender que las grandes cuentas de resultados, de las que se enorgullecen los sacerdotes del negocio, o los nuevos aristócratas de la especulación, surgen de los vuelos cancelados, de las reuniones perdidas, de las líneas telefónicas explotadas, de los ordenadores locos, de las máquinas programadas para desaparecer en dos años, de las ciudades devoradas, de los litorales arruinados.

¿Cuándo volveremos a escandalizarnos de que existan siervos de la contratación basura, jóvenes mejor preparados que nunca, sin seguridad en sus empleos, obligados a trabajar muchas más horas de la cuenta, por mucho menos dinero de la cuenta, en nombre de la cuenta de resultados de un héroe de los tiempos modernos. Nuestras privaciones, sus privatizaciones, alimentan el oro desmesurado de las grandes fortunas. Y aunque Iberia se empeñe en ponernos los pies en la tierra, nadie pierde la fe.

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