Columna

El nudo

Lo malo de los poderes regionales es que se constituyen en poderes salvíficos, lo que les otorga una especie de salvoconducto: están ahí para salvarnos del gran usurpador, es decir, están consustancialmente de nuestra parte frente al enemigo. El cielo secular es un cielo satánico, de manera que de cualquier poder que esté por encima de este otro tan pegado a nosotros no se puede esperar nada bueno, o al menos hay que recelar de él. Y si esos poderes regionales son además nacionalistas la tendencia se acentúa, pues no es otro el mecanismo del que se han servido todos los nacionalismos que han e...

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Lo malo de los poderes regionales es que se constituyen en poderes salvíficos, lo que les otorga una especie de salvoconducto: están ahí para salvarnos del gran usurpador, es decir, están consustancialmente de nuestra parte frente al enemigo. El cielo secular es un cielo satánico, de manera que de cualquier poder que esté por encima de este otro tan pegado a nosotros no se puede esperar nada bueno, o al menos hay que recelar de él. Y si esos poderes regionales son además nacionalistas la tendencia se acentúa, pues no es otro el mecanismo del que se han servido todos los nacionalismos que han existido. La nación, ese destino manifiesto del pueblo inocente, se ha construido siempre contra poderes malévolos, fueran éstos externos o internos a ella. Inocentes por naturaleza, la nación, o el pueblo, siempre han merecido lo mejor, ya que lo peor jamás nacía de sus entrañas. Por todo ello, no es extraño que nuestro lehendakari declarara que "nos merecemos la paz", como comentaba aquí hace unos días José María Ruiz Soroa. La guerra nos es extraña, nos viene de otra parte, de ese deus ex machina que siempre tenemos disponible como salvaguardia, y nosotros nada tenemos que ver con ella. Los crímenes cometidos...¡ah!, pero, ¿habrá habido tal cosa?

Éste es uno de los problemas a los que nos enfrentamos a medida que se nos anuncia el advenimiento de la deseada paz. ¿Habrá héroes o habrá víctimas? Y lo ocurrido días pasados en Azkoitia es un preludio de lo que quizá se nos avecina, de ahí la importancia que se le ha otorgado. Kandido Azpiazu no sólo no se arrepiente del asesinato que cometió, sino que asegura además que la mayoría del pueblo está con él. Ignoro cuál es el alcance de esa solidaridad e imagino que será graduable en cuanto a los avatares de la vida de Azpiazu. Supongamos que lo que éste quería decir era que la mayoría de la gente del pueblo está de acuerdo con su derecho a reiniciar su vida y a poner su negocio donde más le plazca. Y supongamos también que no está equivocado en su apreciación de la solidaridad popular. Bien, si esto es así, no habría mucho que objetar en caso de que su víctima no existiera. Pero se da la circunstancia de que su víctima existe, y de que la decisión de Kandido Azpiazu supone un agravio para ella. ¿No podríamos concluir que la víctima ha sido borrada de la existencia para esa mayoría del pueblo que, al parecer, está con su verdugo?

Lo ocurrido con Kandido Azpiazu en Azkoitia puede muy bien ocurrir en otras muchas localidades vascas. Y, al margen de la valoración que podamos hacer de ello, no sé cómo se podrá evitar que la mayoría de los vecinos de esas localidades estén con quien están, por ejemplo con los asesinos. Mientras estos sentimientos de solidaridad sean subjetivos nada se podrá hacer para impedirlos, pero, ¿se podrá evitar que se hagan objetivos, es decir, que encuentren un cauce institucional? La nación acaba revistiendo de inocencia todo lo que se haga por ella, o al menos en su nombre, y el asesino nacional requiere el reconocimiento de su causa para eludir la culpa y erigirse en agente liberador. ¿Se podrá evitar ese reconocimiento de quienes han sembrado tanto dolor, reconocimiento que lleva implícitos el agravio y el olvido para sus víctimas? Si los ciudadanos vascos nos merecemos la paz, como si fuéramos inocentes de lo que aquí ha ocurrido y no fuéramos nosotros los que hemos sembrado la guerra, mal veo que se puedan impedir esos lavados de inocencia heroicos ni que se pueda hacer justicia a las víctimas. La paz, para ser justa, debe nacer del reconocimiento del desastre y de nuestra responsabilidad en ese desastre.

Lo que las víctimas quizá tratan de evitar es esa vejación del día después, vejación que tienen motivos para temer y que la han sufrido durante muchos años. Hace veinte años no hubieran tenido voz para manifestarlo, porque estaban condenadas a la oscuridad de la nada, pero hoy la tienen, y esa es una de las cosas fundamentales que han cambiado para el entramado del terror, que hasta ahora había jugado con la impunidad del día después, es decir, con el blanqueamiento heroico de la derrota, en caso de que no se produjera la victoria. El reconocimiento del desastre lleva implícito, sin embargo, el reconocimiento de la derrota. Quizá sea eso, el reconocimiento del desastre, lo que están reclamando las víctimas, y no tanto el arrepentimiento o una demanda de perdón, que sólo pueden ser subjetivos e interpersonales y tal vez imposibles. La generosidad democrática sólo se podrá dar sobre ese trasfondo. El problema fundamental que se nos avecina no es el de lograr un nuevo consenso político o un nuevo Estatuto, sino ése, y todo lo demás sólo podrá construirse sobre su resolución.

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