Columna

Parodia

A veces una imagen absurda es más esclarecedora y convincente que una argumentación rigurosa. Hace unos días fue ejecutado en California un reo viejo, diabético, ciego, sordo y paralítico. Poco antes, el Tribunal Supremo de Estados Unidos había rechazado una petición de clemencia en la que se alegaba, entre otras razones, la edad y el deterioro físico del condenado. No hay que reflexionar mucho para advertir la incongruencia de este alegato, del que cabría inducir que la pena de muerte no habría estado mal de haber recaído sobre un individuo joven y en plena forma. Tampoco hay que reflexionar...

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A veces una imagen absurda es más esclarecedora y convincente que una argumentación rigurosa. Hace unos días fue ejecutado en California un reo viejo, diabético, ciego, sordo y paralítico. Poco antes, el Tribunal Supremo de Estados Unidos había rechazado una petición de clemencia en la que se alegaba, entre otras razones, la edad y el deterioro físico del condenado. No hay que reflexionar mucho para advertir la incongruencia de este alegato, del que cabría inducir que la pena de muerte no habría estado mal de haber recaído sobre un individuo joven y en plena forma. Tampoco hay que reflexionar mucho para advertir que este mismo alegato encierra una verdad más allá de la lógica.

La muerte reglamentaria, impersonal y programada de un ser humano contiene un elemento de crueldad que la fragilidad y el desvalimiento de la víctima pone especialmente de relieve. Sean cuales sean los delitos en que se basa la sentencia, matar a un inválido no es un ejemplo, ni un castigo, ni una venganza, y hasta el más acérrimo defensor de la ley del talión ha de admitir que algo falla. A un viajero de otro planeta, ver cómo es conducido al patíbulo un anciano averiado y disfrazado de indio, le debería de parecer chocante y, dada la inhumanidad del propio extraterrestre, bastante cómico.

No mejora las cosas la intervención, accesoria pero decisiva, de Arnold Schwarzenegger, actor de recursos artísticos menguados, pero convincente en un universo de ficción basado en la espectacularidad y al mismo tiempo en su parodia. Atlético y morcilludo, con una fisonomía entre brutal y divertida, Schwarzenegger ha conseguido contra todo pronóstico encajar perfectamente en una imaginería insustancial de efectos especiales, a base de convertirse él mismo en un efecto especial. Su mejor interpretación fue la de un robot humanizado, hecho de sentimentalismo y chatarra, híbrido de Douglas Fairbanks y un camión. Ahora, en su nueva actividad, ha intentado invertir el esquema: en vez de hacer creíble lo inverosímil tecnológico, hacer inverosímil la más dura e inapelable realidad. Pero al trasladar a la vida real el videojuego que constituye su panorama intelectual, el resultado ha sido un sketch que participa por igual de la broma y el homicidio.

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