Columna

Pequeños

España es un país bastante pequeño. Castilla ya no es tan ancha como antaño, se aprecia a simple vista. Las autovías nos llevan de un extremo a otro de la península en unas horas; las ciudades se vuelven idénticas en sus limpias zonas nuevas, y las tiendas vienen a ser las mismas en las incontables naciones de Iberia. Supongo que esto les dolerá mucho a algunos, pero es lo que hay. La uniformización es tan dura que los programas más zafios de la televisión triunfan por igual en la Mancha que en Donostia; en Melilla que en Girona. Somos un país donde todo el mundo sabe quien es el último pobre ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

España es un país bastante pequeño. Castilla ya no es tan ancha como antaño, se aprecia a simple vista. Las autovías nos llevan de un extremo a otro de la península en unas horas; las ciudades se vuelven idénticas en sus limpias zonas nuevas, y las tiendas vienen a ser las mismas en las incontables naciones de Iberia. Supongo que esto les dolerá mucho a algunos, pero es lo que hay. La uniformización es tan dura que los programas más zafios de la televisión triunfan por igual en la Mancha que en Donostia; en Melilla que en Girona. Somos un país donde todo el mundo sabe quien es el último pobre diablo mediático. Y, ojo, que también lo saben las catedráticas de filología y los cirujanos ilustres; los notarios cultos y los más entusiasmados dirigentes secesionistas. Todos sepultados bajo la marea de la España cañí, que es invencible, e, insisto, pequeña aunque nos parezca medianeja.

Por eso a algunos nos resulta tan difícil entender cómo hay quien anhela soberanías aún más reducidas y endogámicas, más de espaldas a la realidad. A un mundo en el que las fronteras se diluyen y donde los estados empiezan a ser enormes empresas de servicios, cada vez más desposeídas de sus viejos atributos, aquello de las banderas y las tropas, de las literaturas nacionales del estado. Y del movimiento.

Nunca como ahora ha habido más posibilidades para cultivar la vida interior de cada cual, también para ejercer la solidaridad y el disfrute. Las nuevas comunicaciones acabarán arrasando todas las barreras que perduran. Incluso las de origen teóricamente divino. Viviremos en red, ya estamos viviendo. Los jóvenes lo tienen claro, aunque algunos sucumban a la enfermedad del nacionalismo, y hasta lloren con los goles de la selección de Galicia derrotando a la de San Marino. Pero eso sólo emociona a unos pocos. La inmensa mayoría quiere más. Quiere todo. Quiere la palabra. Y quiere la libertad, y quiere la única identidad que existe, que es la individual. Expresarla. Porque somos siete mil millones de huérfanos sobre un planeta muy menor.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En