Tribuna:

Oh, mia patria (etcétera)

En política, hay unas cosas que se entienden mejor que otras. El cambio de liderazgo en el Partido Socialista y la llegada al poder de una nueva generación, por ejemplo, es obvio que tenían que producir también un cambio de óptica en determinados aspectos de la praxis gubernamental. Que Zapatero no es Felipe González es un hecho que no necesita mayores aclaraciones y precisamente los golpes simiescos en las bancadas de la derecha reclamando un castizo "¡que vuelva González!" evidencian, en su vertiente paroxística, esta obviedad. Lo que quiere decir el PP, supongo, es que González les resultab...

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En política, hay unas cosas que se entienden mejor que otras. El cambio de liderazgo en el Partido Socialista y la llegada al poder de una nueva generación, por ejemplo, es obvio que tenían que producir también un cambio de óptica en determinados aspectos de la praxis gubernamental. Que Zapatero no es Felipe González es un hecho que no necesita mayores aclaraciones y precisamente los golpes simiescos en las bancadas de la derecha reclamando un castizo "¡que vuelva González!" evidencian, en su vertiente paroxística, esta obviedad. Lo que quiere decir el PP, supongo, es que González les resultaba más tranquilizador en su gestión vegetativa de la España de las autonomías (no exenta de algunas emociones fuertes como la LOAPA), mientras que Zapatero parece haber abierto la caja de Pandora con su mano tendida a los nacionalistas periféricos.

En este contexto, ni siquiera me parece un acto de fe afirmar -como afirmo- que, visto lo visto, prefiero a Zapatero. Al fin y al cabo, lo que ha hecho el presidente es reconocer que en España existen otras lenguas y otras identidades además de la castellana, y que la misión de un gobierno en Madrid puede que no deba consistir en tratar de ocultar o reprimir esta realidad, sino en reconocer al diferente para incorporarlo al proyecto común. Zapatero no es un bicho raro. Puede que en Madrid a mucha gente, azuzada por radiopredicadores enfermos y políticos embusteros, le cueste entender una política no paternalista abanderada del pluralismo también en términos territoriales, pero lo que se impone ante eso es un esfuerzo de pedagogía y claridad. Estoy seguro de que también hay muchos madrileños a quienes se les puede explicar serenamente que en España cabemos todos y que los nacionalismos no van a esfumarse porque no compremos cava estas navidades.

No hace mucho Josep Lluís Carod Rovira (un hombre seguramente más sensato de lo que algunas de sus soflamas evidencian) recordaba que es la primera vez en democracia que gozamos de un presidente del Gobierno que no es nacionalista español. Quiero llamar la atención sobre esta evidencia. Suárez venía de la Falange, Felipe González encabezó -según la prensa internacional- un Ejecutivo de "jóvenes nacionalistas" y Aznar... (bueno, olvidémonos de Aznar: fue sólo un mal sueño). Pero Rodríguez Zapatero es de los míos: un tipo al que no le gustan los desfiles, ni las banderas, ni los himnos más allá de la obligación requerida por el respeto institucional. No me extraña que Rajoy no pueda entenderse con él: envuelto en su bandera, este gallego atípico cree que la nación es algo que puede registrarse y de cuyos réditos sólo merecen vivir sus propietarios. En el fondo, nada se parece más a un nacionalista catalán que un nacionalista español, aunque el segundo dispare con pólvora de rey: tiene el aparato de todo un estado a su espalda, y así cualquiera.

En realidad, si un observador extranjero analiza en profundidad los derroteros de la política española en los últimos tiempos podría llegar a la conclusión de que este país está a punto de entrar en una nueva guerra civil, auspiciada de nuevo -como en 1936- por la cuestión territorial, la amenaza clericalista y la lucha de clases. Cada uno es libre de proclamarse heredero de lo que quiera, aunque lo único pertinente, en este caso, es preguntarse por qué les cuesta tanto a los conservadores en España identificarse con los vencidos del 39. También la derecha democrática perdió la guerra (nuestro paisano Luis Lucia, por ejemplo, a quien su condición de líder de la Derecha Regional Valenciana le valió la ira proletaria, y su sincero telegrama de adhesión a la República tras el golpe fascista hizo que Franco le pusiese en busca y captura). Estos tipos con boina o con birrete -más con boina que con birrete-, que continúan contemplando a Cataluña como a la gran Babilonia, les cae la baba con el casposo discurso de los obispos o creen que los inmigrantes son el nuevo fantasma -marxista- que recorre Europa; no es la derecha que merece España -aunque alguien pueda argüir que cada país tiene la clase política que se merece-.

En mi condición de ciudadano periférico -doblemente periférico, a fuer de valenciano- manejo un inventario de perplejidades en absoluto saciado con el pobre nivel del debate político en Madrid. "Quieren que Cataluña pase a ser una nación y que España deje de serlo", he oído que afirman algunos moviendo la cabeza, fingiéndose ancianos conmovidos en el sanedrín. Pero esto, dicho así, no es más que una gran tontería, y lo único que puede provocar es que otro nacionalista -esta vez catalán- salga a recordar que Cataluña ya era una nación antes de que se inventase España. Y así hasta el infinito.

A los que no somos nacionalistas, todo esto de las naciones nos parece un tema de conversación interesante tras un café, pero sólo durante unos minutos. Sin embargo, eso no significa que debamos ponernos una venda ante el hecho de que en este país uno de cada cuatro habitantes habla o entiende el catalán y otro grupo numeroso habla o entiende vasco o gallego. Según la derecha, eso es un peligro, una anomalía, una sedición permanente. Según muchos ciudadanos españoles, no intoxicados -aún- por la propaganda carca, podría ser simplemente una ocasión para la definitiva entrada de este país en la modernidad. ¿Por qué yo, que hablo catalán-valenciano, tengo que ser un ciudadano de inferior categoría que alguien de Madrid, que sólo habla castellano? En Europa la suma es riqueza, la diversidad no es amenazante, lo plural es ocasión de alborozo y no de desconcierto. ¿Y no era Europa el objetivo de todos en España (también de la derecha)?

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En este mismo periódico Albert Branchadell, de la Organización por el Multilingüismo, ha publicado interesantes propuestas para la conversión de España en un país donde la realidad lingüística no necesite llamar a la puerta como un mendigo en un atardecer tempestuoso. Y la realidad de España es que se hablan cuatro idiomas, aunque eso no se corresponda exactamente con cuatro naciones. Pero a mí, ya digo, las naciones me interesan poco: las lenguas mucho. Como escritor, trabajo con mi idioma y aspiro a vivir en un país donde cada vez esta obviedad sea reconocida irreversiblemente: que todas las lenguas son igual de buenas, que todas generan los mismos derechos y deberes.

Algún día -se pongan como se pongan algunos- deberemos ponernos de acuerdo todos los que queremos seguir conviviendo en este Estado y nos gustan las palabras que comienzan por el prefijo "pluri". Y a lo mejor Zapatero, por primera vez en democracia, simplemente es alguien que ha captado privilegiadamente este estado de cosas. Él también es un patriota, pero puede que su patria esté hecha de pura civilidad y no tenga dientes ni uñas afiladas. Este hombre me gusta por las mismas razones que la derecha nostálgica lo odia. Pero que sigan ellos con sus nostalgias: mientras la jauría husmea liebres metafísicas, alguien debe otear permanentemente el futuro.

.www.joangari.com

Joan Garí es escritor

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