Reportaje:LECTURA

Desesperación invencible

Por qué estoy todavía vivo? Se lo diré: estoy todavía vivo porque hay una escasez temporal de muertes. Quien dice esto sonríe y en su sonrisa no apunta ni el más leve anhelo de normalidad, de una vida normal.

Vaya adonde vaya uno en Palestina -incluso en las zonas rurales- siempre se encuentra entre escombros, moviéndose con tiento sobre ellos, buscando la forma de sortearlos, de saltarlos: en los controles, alrededor de esos invernaderos a los que ya no pueden llegar los camiones, en cualquier calle, de camino a cualquier cita.

Son los escombros de las casas y de las carreteras,...

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Por qué estoy todavía vivo? Se lo diré: estoy todavía vivo porque hay una escasez temporal de muertes. Quien dice esto sonríe y en su sonrisa no apunta ni el más leve anhelo de normalidad, de una vida normal.

Vaya adonde vaya uno en Palestina -incluso en las zonas rurales- siempre se encuentra entre escombros, moviéndose con tiento sobre ellos, buscando la forma de sortearlos, de saltarlos: en los controles, alrededor de esos invernaderos a los que ya no pueden llegar los camiones, en cualquier calle, de camino a cualquier cita.

Son los escombros de las casas y de las carreteras, además de los detritos de la vida cotidiana. En estos últimos 50 años no ha habido apenas una familia palestina que no se haya visto forzada a huir de algún sitio, al igual que apenas hay una ciudad cuyos edificios no hayan sido regularmente derribados por las palas del ejército invasor.

Desde que se inició el muro, hace tres años, se han construido 210 kilómetros. Cuando esté terminado mostrará en sus 640 kilómetros el inexpresivo rostro de la desigualdad
Una palabra permanece intacta para los palestinos: 'nakbah', que significa "catástrofe" y hace referencia al éxodo forzado de 700.000 palestinos en 1948
Hay 8.000 presos políticos palestinos en las cárceles israelíes, 350 de los cuales son menores de 18 años. Pasar por prisión se ha convertido en algo normal de la vida de los palestinos

Pero también están los escombros de las palabras; los escombros de las palabras que ya no cobijan nada, porque su significado ha sido destruido. De todos es sabido que el IDF -siglas de Israeli Defence Force (Fuerzas Defensivas de Israel), como se denomina el ejército israelí- es hoy, de hecho, un ejército de ocupación. En palabras de Sergio Yahni, uno de los refusniks (quienes se niegan a servir en el ejército) cuyo valor es ejemplar: "Este ejército no existe para dar seguridad a los ciudadanos israelíes, sino para garantizar que se perpetúa el robo de la tierra palestina".

Y además están los escombros de las palabras graves, cargadas de razón, que se ignoran sistemáticamente. Varias resoluciones de la ONU y del Tribunal Internacional de Justicia de La Haya han declarado ilegales los asentamientos israelíes en territorio palestino (actualmente hay casi medio millón de los llamados colonos) y la construcción del muro de separación, una pared de hormigón de ocho metros de alto. Sin embargo, la ocupación y el muro siguen ahí. El asedio de los territorios palestinos por parte del IDF se estrecha de día en día. El asedio es geográfico, económico, cívico y militar.

Todo esto es transparente; no es algo que esté sucediendo en algún recóndito rincón del globo enzarzado en una guerra interminable; todos los ministerios de Asuntos Exteriores de los países ricos observan lo que está sucediendo, pero ninguno ha tomado medidas para poner freno a esas ilegalidades. "Para nosotros", dice una madre palestina en un control, donde un soldado israelí acaba de lanzar una bomba lacrimógena; "para nosotros, el silencio de Occidente es peor", señala con la barbilla hacia el vehículo blindado, "que las balas de ellos".

Constante histórica

Puede que la distancia entre los principios que se declaran y la realpolitik sea una constante histórica. Con frecuencia las declaraciones de principios son grandilocuentes. Aquí, sin embargo, sucede lo contrario. Las palabras son mucho más pequeñas que lo que sucede. Lo que sucede es la destrucción minuciosa de un pueblo y de una nación prometida. Y un silencio evasivo, unas palabras encogidas rodean esta destrucción.

Una palabra permanece intacta para los palestinos: nakbah, que significa "catástrofe" y hace referencia al éxodo forzado de 700.000 palestinos en 1948. "Nuestro país es un país de palabras. Palabras. Palabras. ¡Ojalá mi camino pudiera descansar contra una piedra!", escribía el poeta palestino Mahmoud Darwish. Nakbah se ha convertido en un nombre propio que comparten cuatro generaciones y perdura con tal fuerza porque ni Israel ni Occidente han reconocido todavía la operación de limpieza étnica que designa. El valiente trabajo que llevan a cabo ciertos historiadores israelíes actuales -unos historiadores íntegros (y perseguidos), como Ilan Pappe- es de suma importancia en este contexto, pues puede acabar conduciendo al tan esperado reconocimiento oficial, con lo que ese nombre fatídico volvería a ser una palabra, aunque sea trágica. Se familiariza uno aquí con todo tipo de escombros, incluso con el escombro de las palabras.

Tendemos a olvidar la escala geográfica de la tragedia, y en gran medida la tragedia consiste precisamente en su escala. El total del territorio del West Bank y de la Franja de Gaza juntos es menor que la isla de Creta (donde puede que se encuentren los orígenes prehistóricos del pueblo palestino). Tres millones de personas, seis veces más que en Creta, habitan este territorio. Y sistemáticamente, cada día, se lo reduce un poco más. Las ciudades están cada vez más superpobladas, y el campo, más fragmentado e inaccesible. Los antiguos asentamientos israelíes se extienden o surgen otros nuevos. Las autopistas construidas especialmente para los colonos, y prohibidas a los palestinos, han cegado las antiguas carreteras. Los tortuosos puestos fronterizos y los controles del ejército israelí han reducido gravemente los movimientos de los palestinos, la posibilidad de viajar, o de pensar en viajar, por lo que les queda de sus propios territorios. Muchos de ellos no se pueden alejar más de veinte kilómetros en ninguna dirección. El muro crea enclaves dispersos, corta el paso a ciertas zonas (cuando esté terminado se habrá llevado casi un 10% de lo que queda del territorio palestino) y, en definitiva, fragmenta y divide a los palestinos. Su objetivo es transformar Creta en una docena de islitas. Es éste el objetivo de la maza que llevan a cabo los buldózeres.

"Nada queda de nosotros en el campo abierto, si no es lo que los campos se guardaron para sí" (Mahmoud Darwish). La desesperación sin miedo, sin resignación, sin sensación de derrota, da lugar aquí a una pose con respecto al mundo que yo no había visto nunca. Se puede expresar de diferentes maneras: en el joven que se une a la yihad, en la anciana que musita sus recuerdos entre los dientes mellados, en una sonriente chiquilla de 11 años que envuelve una promesa para esconderla en la desesperación... ¿Y cómo funciona eso que usted llama pose?

Campamentos de refugiados

Escuchen... Tres niños juegan a las canicas en la esquina de un callejón de un campamento de refugiados. La mayoría de los refugiados proceden de Haifa. La destreza con la que los chavales empujan las canicas con un golpe preciso y certero del pulgar, el resto de su cuerpo completamente inmóvil, no deja de estar conectada con el conocimiento de lo que significa vivir apretados. Tres metros más abajo del callejón, que es más estrecho que el pasillo de un hotel, hay una tienda que vende piezas de bicicleta usadas. Los manillares, las ruedas traseras, los sillines, todo está perfectamente ordenado en diferentes perchas. De no ser por este orden, las piezas parecerían una chatarra invendible. Tal como están, se venden. Enfrente de la tienda, en la pared de una casa baja de puerta metálica se lee: "De las entrañas del campamento nace cada día una revolución". Un maestro de escuela y su hermana viven en dos habitaciones detrás de esa puerta. El maestro señala hacia el suelo de otra habitación, cuyo tamaño no es mayor que el de dos bañeras juntas: el techo y las paredes se han derrumbado. En esa habitación nací yo, dice. Volvemos a su cuarto de estar actual. Señala a una foto con el marco dorado que está colgado en la pared junto al retrato oficial de Arafat, la cabeza cubierta con la kefiya. El de la foto es mi padre de joven. Se la sacaron en Haifa. Un colega me dijo una vez que se parecía a Pasternak, el poeta ruso. ¿Tú qué crees? (Sí, se parece). Padecía del corazón, y la nakbah acabó con su vida. Murió en esta misma habitación cuando yo tenía 12 años. En el otro extremo de la casa de puerta de metal, frente a la tienda de piezas de bicicleta, a ocho pasos de donde los niños juegan a las canicas, hay un metro cuadrado de tierra donde crece un jazmín. Estamos en noviembre, y sólo tiene dos flores. Al pie del jazmín se amontonan como una docena de las botellas de plástico que la gente tira desde el callejón. Un 60% al menos de los habitantes del campamento están desempleados. Los campamentos de refugiados son lo más parecido a una barriada de chabolas. Puede suceder que cuando a alguno se le presente la oportunidad de dejar el campamento y cruzar la escombrera para acceder a una vivienda ligeramente mejor, la rechace y escoja quedarse. En el campamento son miembros, como los dedos de un cuerpo ilimitado. Trasladarse equivaldría a una amputación. Así funciona la pose de la desesperación invencible.

Escuchen... Los olivos del bancal más alto parecen despeinados; se les ve más de lo normal el envés plateado de las hojas. Es porque ayer recogieron la aceituna. El año pasado hubo una mala cosecha, los árboles descansaron. La de este año es mejor. A juzgar por su contorno, estos olivos deben de tener 300 o 400 años. Los bancales de piedra caliza son probablemente más antiguos. A un par de kilómetros, hacia el sur el uno y hacia el este el otro, acaban de construir dos nuevos asentamientos. Regulares, compactos, urbanos (sus pobladores van a trabajar a Israel todos los días), impenetrables. Ninguno de los dos parece un pueblo; más bien parecen un jeep gigantesco, lo bastante grande para acomodar confortablemente a doscientos de estos colonos con pistolas. Los dos son ilegales, los dos están construidos en lo alto de un cerro, los dos tienen torres de vigilancia, esbeltas como minaretes. El mensaje virtual que envían al paisaje circundante es: ¡Manos arriba! ¡Arriba, te estoy diciendo! ¡Y ahora retrocede despacio! Para construir el asentamiento del oeste y la carretera que lleva hasta él hubo que talar varios cientos de olivos. Los hombres que trabajaron en su construcción eran en su mayoría palestinos desempleados. Así funciona la pose de la desesperación invencible.

Las familias que recogieron ayer la aceituna proceden de un pueblo que se desparrama por el valle, entre los dos asentamientos; su población es de 3.000 habitantes. Veinte hombres del pueblo están en las cárceles israelíes. Hace dos días soltaron a uno. Varios jóvenes acaban de unirse a las filas de Hamás. Muchos más votarán por este partido en enero próximo. Todos los niños tienen pistolas de juguete. Todas las jóvenes abuelas, al mismo tiempo que se preguntan qué ha sido de las promesas que un día envolvieron en la desesperación, dan en silencio su aprobación a sus hijos, sus nueras y sus sobrinos, y cada noche se mueren de preocupación. Así funciona la pose de la desesperación invencible.

Después de Arafat

La Muqata, el cuartel general de Arafat en Ramala, la capital palestina, era un montón de escombros descomunal hace tres años, cuando los tanques y la artillería israelí lo tomaron como rehén. Hoy, un año después de su muerte, los palestinos han limpiado los escombros -aunque había quienes opinaban que deberían haberlo dejado tal cual, como un monumento histórico-, y el patio interior está tan desnudo como un campo de instrucción. En su lateral de poniente, un austero pedestal indica el lugar donde está enterrado Arafat. La cubierta es semejante a la marquesina de una pequeña estación de ferrocarril. Cualquiera puede acercarse al lugar, pasar junto a sus muros cuarteados y bajo las guirnaldas de alambre espinoso. Dos centinelas hacen guardia a ambos lados del pedestal. Salvo por ellos, ningún jefe de Estado (prometido, en este caso) tendría una última morada más parca que ésta: se limita a declarar su presencia contra toda posibilidad.

Si por casualidad se encuentra uno sus pies a la puesta de sol, su resplandor evoca al silencio. A Arafat le apodaron Catástrofe Andante. ¿Existe algún líder querido completamente puro? ¿No están siempre llenos de faltas -no de flaquezas, sino de faltas-, de faltas flagrantes? ¿Es ésta una condición, quizá, para ser un líder querido? Bajo su mandato, la OLP contribuyó también en ocasiones a hacer escombros de las palabras. Sin embargo, en las faltas de Arafat estaban metidos, como las notas en un bolsillo, los agravios que sufría su país día tras día. De esta forma asumió y llevó esos agravios, y el dolor que le producían se asentó, dolorosamente, en sus faltas. Ni la pureza ni la fuerza se ganan una lealtad tan imperecedera, sino que sólo se la puede ganar algo imperfecto, como imperfectos somos todos. Así funciona la pose de la desesperación invencible.

Al noroeste, la ciudad de Qalqilya (50.000 habitantes) está completamente rodeada por 17 kilómetros de muro, con una sola salida. Lo que fue su bulliciosa calle mayor termina hoy en el baldío del muro. La precaria economía de la ciudad cayó así en bancarrota. El dueño de un vivero empuja una carretilla de tierra para distribuirla entre las plantas antes de que empiece el frío del invierno. Antes de que levantaran el muro tenía cinco empleados (un 95% de las empresas palestinas emplean a menos de cinco trabajadores). Hoy no tiene ninguno. Cuando la ciudad quedó aislada, sus ventas se redujeron en un 90%. No recolecta las semillas del montón de flores de lichi; las tira. Las grandes manos le pesan al admitir que en adelante no tendrá mucho a qué dedicarlas. No es fácil describir la visión del muro donde atraviesa zonas despobladas. Es lo opuesto a los escombros. Es burocrático: meticulosamente proyectado con mapas electrónicos, prefabricado, preventivo. Su único objetivo es impedir la creación de un Estado palestino. El objetivo de la maza. Desde que se inició su construcción, hace tres años, no ha habido una reducción significativa en el número de los ataques kamikazes. A su lado te sientes pequeño como una colilla (salvo en el Ramadán, la mayoría de los palestinos fuman sin parar). Sin embargo, aunque suene extraño, no parece definitivo, sólo infranqueable. Cuando esté terminado mostrará en sus 640 kilómetros el rostro inexpresivo de la desigualdad. Por el momento tiene 210 kilómetros. Mostrará la desigualdad entre aquellos que poseen un arsenal completo de las últimas tecnologías militares para defender lo que creen que son sus intereses (helicópteros Apache, tanques Merkava, F-16, etcétera) y aquellos que no tienen nada, salvo sus nombres y la creencia compartida de que la justicia es axiomática. Así funciona la pose de la desesperación invencible.

Puede que el muro forme parte de la misma lógica represiva miope que el estampido sónico al que se somete a los habitantes de Gaza por las noches, mientras escribo estas líneas: los aviones de combate se lanzan en picado a toda velocidad, rompiendo la barrera del sonido y los nervios de quienes abajo se acurrucan insomnes con su axioma. Y no funcionará. Una superioridad militar de tal calibre impide toda estrategia inteligente. Pues para pensar estratégicamente uno tiene que imaginarse en el lugar de su oponente, lo que resulta imposible cuando se tiene una idea firmemente arraigada de superioridad.

Basta con subirse a uno de los jabals y observar el muro desde arriba, la geometría de su trazado zigzagueante hacia el horizonte sur. ¿Vio alguna abubilla? A la larga, el muro parecerá algo hecho deprisa y corriendo, provisional.

Presos políticos

Hay 8.000 presos políticos palestinos en las cárceles israelíes, 350 de los cuales son menores de 18 años. Pasar por la cárcel, una o varias veces, se ha convertido en una fase normal de la vida de los palestinos. Lanzar piedras puede llevar a una sentencia de dos años y medio o más. La cárcel es para nosotros una especie de formación, una extraña universidad. El hombre que dice estas palabras lleva gafas, tendrá unos 50 años y va bien trajeado. Allí aprendes a aprender. Es el más pequeño de cinco hermanos y se dedica a importar cafeteras. Se aprende a luchar juntos y a hacerte inseparable de los demás. Las condiciones de vida en la cárcel han mejorado a lo largo de los últimos 40 años, gracias a nosotros y a nuestras huelgas de hambre. Yo llegué a estar 20 días sin comer. Y así ganamos un cuarto de hora más al día de ejercicio físico. En las cárceles donde se cumplen largas condenas solían tapar las ventanas para que no entrara el sol en las celdas. Y recuperamos el sol que nos habían quitado. Conseguimos que suprimieran uno de los cacheos diarios. Aparte de eso, leemos y comentamos lo que hemos leído, aprendemos lenguas los unos de los otros. Y llegamos a conocer bastante bien a algunos de los soldados y oficiales de prisiones. En la calle, el único lenguaje que existe entre nosotros y ellos es el de las piedras y las balas. Dentro es distinto. Ellos también están de algún modo prisioneros. La diferencia es que nosotros creemos en lo que nos ha llevado a estar allí, y la mayoría de ellos no lo saben, porque sencillamente se están ganando la vida. Sé de muchas amistades que empezaron de esta manera. Así funciona la pose de la desesperación invencible.

El desierto de Judea, entre Jerusalén y Jericó, no es de arena, sino de arenisca, y no es llano, sino escarpado. En primavera muchas partes se cubren de hierbas silvestres, de las que se alimentan las cabras de los beduinos. Más tarde sólo quedará algún que otro arbusto de cambronera. Uno no tarda en descubrir en este desierto que la mirada del paisaje está completamente vuelta hacia el cielo. No es una cuestión de historia bíblica, sino de geología. El paisaje está colgado bajo el cielo, como una hamaca. Y cuando sopla viento, se enrolla como una mortaja. Así, parece que el cielo es más sustancial, más inmediato que la tierra. Una púa de puercoespín traída por el viento se posa a tus pies. No sorprende que cientos de profetas, y entre ellos algunos de los más grandes, alimentaran aquí sus visiones.

Está oscureciendo, y un rebaño de doscientas cabras, el pastor beduino a lomos de una mula y su perro hacen el serpenteante descenso vespertino a su campamento, donde hay agua y las cabras recibirán una ración suplementaria de pienso. Los cardos y las raíces, que es lo único que encuentran esta época del año, apenas constituyen alimento. La dificultad que presentan los profetas y sus profecías últimas es que tienden a ignorar lo que sigue inmediatamente a la acción, tienden a ignorar las consecuencias. Las acciones para ellos dejan de ser instrumentales y se convierten en simbólicas. Puede suceder que las profecías impidan ver lo que contiene el tiempo. La familia beduina de ahí abajo vive en dos construcciones abandonadas, cerca del acueducto romano. A esta hora del día la madre estará cociendo el pan sobre una piedra caliente. Siete de sus hijos, todos ellos nacidos aquí, trabajan con el rebaño. Hace unos días el ejército israelí informó a la familia de que el lugar ha de ser evacuado antes de la primavera. ¡Las manos en la cabeza y retrocediendo despacio! Todas las hembras del rebaño están preñadas. El periodo de gestación es de cinco meses. Ya nos enfrentaremos a ello cuando llegue el momento. Así funciona la pose de la desesperación invencible.

Negarse a ver las consecuencias inmediatas. Por ejemplo, el muro y la anexión de más territorios palestinos no pueden prometer seguridad al Estado de Israel; sólo reclutarán mártires. Por ejemplo, si el mártir o la mártir kamikaze pudiera ver con sus propios ojos, antes de morir, las consecuencias inmediatas de la explosión que va a producir, posiblemente reconsideraría la conveniencia de su heroica decisión. El maldito futuro de las profecías que lo ignora todo salvo el momento último.

En esa pose de la que hablo hay algo especial, una cualidad para la que no existe una palabra en ningún vocabulario posmoderno o político. Se trata de una manera de compartir que viene a desarmar la pregunta primordial: ¿Por qué nacemos a esta vida? Esta manera de compartir desarma la pregunta y no la responde con una promesa o un consuelo o un voto de venganza -estas formas de retórica quedan para los grandes o pequeños dirigentes que hacen Historia-, sino que la responde con una franqueza desarmante, a pesar de la Historia. La respuesta es breve pero eterna. Nacemos a esta vida para compartir el tiempo que existe repetidamente entre los momentos: el tiempo del Devenir, antes de correr el riesgo de que el Ser nos enfrente una vez más a la desesperación invencible.

Traducción de Pilar Vázquez.

Niños palestinos apedrean a la policía israelí de fronteras para protestar contra la construcción del muro en Billin, cerca de Ramala, el pasado mes de abril.AP

John Berger

No es la primera vez que el escritor y crítico de arte británico escribe sobre Palestina. En este artículo cuenta sus impresiones y describe la situación de los palestinos que, en su mayoría, siguen viviendo en campos de refugiados o rodeados por colonias de israelíes que les impiden circular libremente por su territorio.

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